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Miedo


La mayoría de vosotros no sabéis lo que es el miedo. El terror puro. El horror. Yo lo he vivido en mis carnes. En una noche horrenda de verano en París. Fue hace muchísimos años, pero aún me asaltan las pesadillas muchas veces, y me despierto bañado en sudor, cuando recuerdo unos acontecimientos que no se deben vivir. Delirios hechos realidad que marcaron mi vida. Que aún me provocan escalofríos.

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Este no es un artículo basado en una historia real, como una película barata. Es un suceso de mi vida, que hasta ahora he relatado en muy contadas ocasiones. En momentos muy especiales. No me lo estoy inventando, no es un artificio literario. Me sucedió. Se que muchos, cuando terminéis de leer estas letras, pensaréis que es imposible, que os miento. Yo también lo pensaría. En realidad aún ahora me cuesta creérmelo.

El caso es que por motivos que no vienen al caso, y que ya os contaré en otra ocasión, el verano en el que cumplí dieciocho años encontré un trabajo como albañil en un hotel de Manchester que necesitaba reformas. Así que hice el petate y me lancé a pasar unos meses en las islas británicas aprendiendo inglés y poniendo ladrillos.

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Hice el viaje por carretera. Me salía mucho más barato que el avión y podía aprovechar para conocer mundo. Una de las escalas me llevó a París. Dediqué el día a pasear por sus calles y, cuando ya caía la tarde, me senté en un banco del Campo de Marte para disfrutar de la vista de la Torre Eiffel. Mientras estaba ahí, sentado como un pasmarote, me robaron. Llevaba casi todo mi equipaje en una gran mochila que un grupo de jóvenes me quitaron sin que pudiera hacer nada. Tuve suerte. Había repartido el dinero que llevaba entre la mochila, distintos bolsillos de la ropa y otra pequeña bolsa en la que llevaba las botas, el mono de trabajo, mi boina y unos guantes de amianto. Así que me quedé con las manos en los bolsillos, el pasaporte (mi DNI voló con la mochila), más o menos la mitad del dinero (que a la larga fue suficiente para llegar a Manchester) y la ropa de faena.


Estaba desolado y, por primera vez en todo el viaje, me sentí solo y desamparado. Varias personas se acercaron para interesarse por mi estado, incluido un gendarme al que le importó un bledo el suceso y que me recomendó que no me molestara en denunciar. Entre todos los que se dirigieron a mí se encontraba un hombre trajeado, de mediana edad, que me preguntó sin tenía dónde pasar la noche. Mi intención era dormir en un camping cercano a Versalles, pero el suceso trastocó todos mis planes.

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Le dije que no y él se ofreció a acercarme a una pensión que conocía en la zona de Montmartre. Era amigo del dueño y seguro que me dejaría dormir gratis en cuanto supiera lo que me había sucedido. Yo me puse en sus manos agradecido. Ingenuo de mí, pensé que el mal trago ya había pasado. Ilusionado con mi viaje, creí que lo sucedido sólo era un capítulo más que le daba picante a mi aventura.

La pensión estaba en una calle estrecha, en una zona nada turística. Era oscura y sucia, un auténtico antro. Pero por fuera tenía ese sabor bohemio que uno sueña con encontrar en París. Me bajé del coche y mi anfitrión entró, saludó al encargado, me lo presentó, y se puso a hablar con él en francés, idioma que, lamentablemente, desconozco. Tras la conversación, se giró hacia mí, me tendió la mano, se despidió y me deseó suerte para el resto del viaje.

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Me quedé solo con aquel hombre en el recibidor de la pensión. Era una habitación pequeña, estrecha y alargada. Con un corto pasillo a la izquierda y un tablón lleno de llaves y una silla a la derecha. Me dio la espalda, eligió una llave y me dijo que le siguiera. Entramos en un pasillo oscuro, con un baño a la derecha. Al fondo nacían unas escaleras de madera. Comenzamos a subirlas y a los pocos escalones estábamos completamente a oscuras. No había más luz que la que venía del vestíbulo de entrada. Ascendimos tres pisos entre tinieblas. Al llegar al último, el encargado encendió una luz que alumbró con pocas ganas un largo pasillo que daba paso, a izquierda y derecha, a un buen número de puertas. Tal vez ocho o nueve a cada lado. No era el típico pasillo estrecho. Entre pared y pared podía haber más de dos metros.


Avanzó hacia la izquierda, extendió la llave y abrió una puerta. ¡El cuarto era magnífico! Una habitación diáfana, con una cristalera gigantesca en el techo que casi lo abarcaba entero. Había unas escaleras que subían hacia un rellano adornado con un par de colchones y un baúl con mantas y sábanas. Se despidió, me dio la llave y se marchó.

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Yo, encantado, subí a esa especie de terraza interior, en la que proyectaba dormir, y presencié esa imagen de París con la que todos soñamos pero casi nadie ha tenido el placer de ver. Un mar de tejados y chimeneas que se extendían hasta donde se perdía la vista. Con sabor añejo e inspirador. El sueño de cualquier artista. Me tumbé un rato para disfrutar del momento. Poco después me preparé para dormir pero hice un desagradable descubrimiento. No había baño.

Salí al pasillo, que ya estaba a oscuras, en busca del cuartito, pero fui incapaz de encontrar el interruptor de la luz. El corredor era como una cueva. No había ninguna ventana y la única luz provenía de la puerta abierta de mi cuarto. Me pareció que la solución más fácil sería bajar tres pisos hasta el baño que había visto en el recibidor. Además, podía aprovechar para preguntarle al encargado dónde estaban los puñeteros aseos y los interruptores de la luz.

Quedaos con dos palabras: oscuridad extrema. ¡No se veía nada! Decidí dejar la puerta del cuarto abierta para, al menos, ver los primeros escalones. Eran de madera. Rancios por el uso, crujían al pisarlos. El miedo, en ocasiones, es sugestión. Me acababan de robar. Estaba profundamente asustado. ¡Acojonado! Y mi aprensión crecía a cada escalón que pisaba, a cada crujido. Y lo peor es que no podía acelerar el paso. Bajaba a tientas por un lugar que desconocía. Empecé a sofocarme, cercano al pánico, hasta que comencé a intuir, allí abajo, la luz del recibidor. Aceleré, casi corrí despavorido hasta la puerta del baño, que a esas alturas había estado a punto de resultar innecesario. Después de aliviarme salí al recibidor para pedir ayuda al encargado pero ¡no estaba! Me asomé a la calle, pero no había nadie. Volvía a entrar pero no había ninguna habitación más allá del vestíbulo y el baño. Y tenía que volver a subir esas escaleras oscuras para regresar a mi habitación.


No os voy a cansar con la escalada hasta el tercer piso. Ni a describir otra vez el terror que me provocaron cada crujido, cada tropezón. Pero cuando estaba a punto de llegar a mi destino descubrí que alguien había cerrado la puerta de mi habitación. No se veía nada, no había luz. No sabía dónde tenía que ir. Estaba perdido dentro de una casa oscura. ¿Quién me había mandado a mí meterme en ese lío?

Me detuve un instante y descubrí que, bajo una puerta, se veía luz. Tal vez fuera la mía, pero me daba la impresión de que estaba más lejos de lo que recordaba. Supuse que otro inquilino aún seguía despierto y que quizá podía ayudarme a encontrar mi cuarto.

Llamé a la puerta, negra, tenebrosa. Por debajo se veía una fina luz roja. Se escuchaban algunas voces, aunque no supe diferenciar si eran de personas o de un televisor.

La puerta se abrió de golpe. Es mentira que se pueda gritar cuando contemplas el terror. O al menos yo no fui capaz. Mi mente pensó un ¡COOOOÑO! Pero mis pulmones se quedaron sin aire por el miedo y sólo fui capaz de expirar un triste gruñido. Mientras mis piernas se aflojaban dos ancianos de pelo blanco, viejos como el tiempo, pero con una fuerza prodigiosa, me sujetaron. Al fondo estallaron carcajadas irracionales. Yo no podía creer lo que estaba contemplando. Extremidades humanas en manos de seres deformes, brujas y ancianos que las devoraban mientras reían. Símbolos cabalísticos dibujados en las paredes con tinta de sangre; miradas de locura y gestos obscenos me rodeaban mientras me arrastraban hacia el centro de una gran estancia iluminada con velas y presidida por la cabeza de un carnero.


No puedo narraros con seguridad lo que sucedió en las siguientes horas. Yo lo entreveía todo entre neblina. Me desmayaba y volvía a despertarme para contemplar rostros obscenos que me escudriñaban a pocos centímetros del rostro; contorneos y bailes procaces, letanías incomprensibles en idiomas indescifrables… ¡¡¿¿Yo qué se??!! Pensad en la peor pesadilla que hayáis soñado y tal vez podías entender de alguna forma que yo la viví. No os miento. Aun me duele recordarlo.

Jamás pensé que saldría vivo de allí, pero, aún no se cómo, me desperté, a la mañana siguiente, en medio de aquel pasillo lleno de puertas. El encargado me golpeaba en la espalda con el pie mientras me exigía que me marchara de allí, que no aceptaban vagabundos.

Cogí mis cosas y me marché. En varias ocasiones, a lo largo de todos estos años, he vuelto a París en busca de aquella pensión. Con la intención de indagar en lo que viví durante una noche diabólica. Pero nunca he sido capaz de reencontrar ese lugar en el que yo conocí el miedo, ni de explicarme lo sucedido.

Algunos me habéis preguntado en ocasiones cómo soy capaz de reflejar, de una forma tan expresiva, lo que siente un equipo cuando se enfrenta a los Patriots. Es muy sencillo. Me imagino a un jugador saliendo por el túnel de vestuarios de Foxboro. Oscuro, tenebroso. Y cierro los ojos. Por un momento vuelvo a estar frente a esa puerta negra, con un fino hilo de luz en los pies. Sujeto el pomo y lo giro. Asomo la cabeza y, durante un segundo, el tiempo que soporto antes de que se me agite la respiración, vuelvo a contemplar el infierno que viví durante una noche.

Entonces abro los ojos. Ya se lo que se siente antes de jugar contra Brady y su corte de demonios.

Y empiezo a escribir.