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Lluvia de estrellas, conjunción planetaria

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Iba a titular este artículo como ‘conjunción de estrellas’, pero he leído que las alineaciones y conjunciones sólo pueden ser planetarias, y en este caso nos vamos a ocupar, exclusivamente, de estrellas. Más allá de algunas declaraciones políticas más o menos acertadas, las conjunciones planetarias, tanto en el cine como en la literatura, casi siempre han tenido consecuencias apocalípticas: nacimientos de anticristos, sangre de vírgenes saliendo a borbotones, muertos vivientes surgiendo de sus tumbas, cantidades industriales de casquería…

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Ahora olvidaos de la introducción sanguinolenta de este artículo. Una vez al año, desde hace más o menos una década, en la NFL se produce un hecho físico y astronómico inexplicable: la conjunción de estrellas. La fecha exacta varía, y la localización también, aunque queda limitada a dos ubicaciones posibles: el RCA Dome y el Gillette Stadium.

Este año será en Foxboro. Un acontecimiento fuera de abono, como las grandes tardes taurinas, que es un torneo en si mismo, que está por encima de clasificaciones, anillos o competiciones. Una cita obligada en la que Tom Brady y Peyton Manning, quizá los dos mejores quarterbacks de la historia, se miran fijamente a los ojos para dirimir, una vez más, quién es el auténtico rey de la NFL.

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¿Por qué escribo hoy sobre eso? Es verdad, tengo toda la semana para hacerlo, para preparar un partido tan grande que su sola celebración justifica la afición a un deporte, pero nunca había vivido unos prolegómenos tan mágicos. La conjunción Brady-Manning ha sido precedida por una lluvia de estrellas, como una premonición, en una de las jornadas en las que los quarterbacks se han reivindicado como las grandes figuras de una competición en la que, por mucho que digan los más puristas, todo gira a su alrededor.


La fiesta la comenzaron Ryan y Flacco el jueves, pero casi cada partido ha tenido a algún QB como protagonista desde entonces. Culter renació mientras Favre se apagaba definitivamente, Sanchez conectaba con Santonio Holmes para evitar un empate que parecía cantado, Garrard resucitaba el ‘Hail Mary’ como lance victorioso, Thigpen daba el triunfo a los Dolphins en el partido de los seis QBs, Freeman firmaba la ¿inalcanzable? sexta victoria de los Bucs, Orton y Cassel capitalizaban un aquelarre en Denver, Hasselbeck se volvía a reivindicar como uno de los mejores QB olvidados de nuestro tiempo, Kitna devolvía a Dallas al camino de la victoria, Troy Smith y Sam Bradford llevaban a la prórroga una rivalidad con futuro, Tom Brady, Brady, … ¿Cómo podría explicaros lo que hizo Brady?

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Alguna vez os he hablado de que en la NFL actual hay una generación de jugadores que, en mi opinión, supera a aquella que pareció irrepetible, y que dominó los años 90’ con nombres como Young, Marino, Kelly, Aikman, Elway, Favre, Brunell, Bledsoe, Moon, Cunningham… Aquellos formaban una constelación maravillosa, pero la actual es, estoy convencido, la más brillante desde que existe nuestro deporte. En ella se dan cita varios grupos distintos.

Favre (41) es el nexo de unión con el pasado; Hasselbeck (35), Peyton Manning (34), Brady (33), McNabb (33), Drew Brees (31), Vick (30), Romo (30), Palmer (30), Eli Manning (29), Matt Schaub (29), Rivers (28), Big Ben (28) u Orton (28) son el presente, tipos que ya lo han ganado todo o con potencial suficiente para llevar a un equipo hasta la cima. Pero detrás llega un grupo de jóvenes que ya anuncia cuales serán las franquicias ganadoras durante los próximos diez años. Algunos de ellos son aspirantes este mismo año: Cutler (27), Rodgers (26), Matt Ryan (25), Flacco (25), Sanchez (24), McCoy (24), Bradford (23), Freeman (22), Stafford (22),…

Algunos os parecerán peores, y otros mejores, pero todos ellos tienen, o han tenido hasta hace muy poco, un nivel extraordinario.


Si lo pienso fríamente, no me extraña que la NFL, como organización, los considere su mayor patrimonio e intente protegerlos a toda costa. Ya se que lo que voy a decir es demasiado simplista, pero, básicamente, un equipo de football es, en la mayoría de los casos, un grupo de personas que, tanto en defensa como en ataque, juegan para favorecer el trabajo de su QB. La línea ofensiva le protege y abre huecos a la carrera que, sobre todo, obliga a las defensas a adelantarse y abrir huecos al pase. Los TE, o protegen al QB o ayudan a conseguir un pase fácil. Las defensas, por encima de cualquier cosa, buscan cazar, presionar, desconcertar y acorralar al QB rival. Los equipos especiales, más allá de las anotaciones, tienen como misión prioritaria facilitar el trabajo al QB propio y dificultárselo al rival.

El football americano moderno sería inconcebible sin QBs de calidad y, por suerte, en la actualidad más de la mitad de los equipos de la NFL tienen en la posición de pasador a jugadores de una categoría increíble, capaces de decidir por si solos un partido.

Lo vivido este fin de semana ha sido como esas noches de luna roja en la que los lobos aúllan incansables. Se aproxima un acontecimiento mágico, en el que dos dioses del pasado, que siguen reinado en el presente, jugarán el único partido del año que ningún aficionado puede perderse. El mundo de la NFL, excitado, se convulsiona mientras espera impaciente.

Os aseguro que si alguien me obligara a elegir entre la Super Bowl o el Patriots-Colts, me pondría en un aprieto. Por algo es, desde hace casi una década, el mejor partido del año casi cada temporada… y si se repite en postemporada, ni os cuento.

Me ha vuelto a pasar. Me he alargado tanto en la introducción, que el miércoles tendré que concluir este artículo, centrándome ya en sus dos grandes protagonistas: Tom Brady y Peyton Manning.