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Wembley, dos semanas después

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En Wembley me senté al lado de un tipo que venía desde Denver. Eran negro, gigantesco, algo malencarado y estaba loco. En realidad esto último se podría hacer extensible al 99% de los que estábamos en el estadio. Excluyo a los empleados del estadio y, tal vez, a los miembros de los dos equipos.

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Ir a un estadio a ver cualquier acontecimiento deportivo es una gran experiencia siempre. Wembley es un estadio impresionante, pero yo me sigo quedando con el primer golpe de vista del Santiago Bernabéu en una noche europea. Que conste que no soy del Real Madrid, pero la olla de Chamartín produce vértigo cuando entras desde los vomitorios. Las gradas suben y suben hacia el cielo, casi en vertical, y no terminan nunca. Cuando la afición alienta a su equipo, algo que sucede muy pocas veces en Liga, pero sí es habitual en competición europea, se produce un oleaje atronador. Es como una gran caja de resonancia hipnótica.

Me he ido del tema. Volvamos a Wembley. Como os decía, los espectáculos en grandes estadios tienen muchos más alicientes que el propio partido. Yo, por ejemplo, me lo pasé bomba con los abanderados de los 49ers que salían al centro del campo y daban la vuelta al escudo antes de regresar a su esquina cada vez que su equipo anotaba. Uno de ellos debió comer demasiadas hamburguesas antes del partido. Siempre salía tarde, trotaba como escocido y volvía rojo y resoplando a su esquina, como un boxeador tras un asalto en el que sólo ha aportado la cara, para derrumbarse en una silla de madera a la que llegaba con la misma ilusión que cualquier oficinista al fin de semana. Una mujer enchaquetada, de mediana edad, y que parecía la responsable de cheerleaders, tamborileros, y demás fanfarrias mineras, se acercó en varias ocasiones para ver si el pobre abanderado necesitaba ayuda. Supongo que el tipo le decía que necesitaba un boca a boca, porque ella agitaba el brazo y le regañaba mientras él la contemplaba sin demasiado nerviosismo.

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Las cheerleaders también aportaron lo suyo. Ya os he contado algunas veces que hay que estar bastante cerca del campo para disfrutar de sus encantos. Yo sólo he tenido la ocasión de ver un partido de NFL en las primeras filas. Fue en el viejo Giants Stadium. Lamentablemente, los Giants no tienen cheerleaders así que la única posibilidad era mirarle el culo a uno de los fotógrafos. Como podéis comprender, esa opción no tenía demasiado aliciente… al menos para mí. Pero en Wembley las chicas se sintieron más devoradas de lo habitual y se entregaron como nunca. En San Francisco los aficionados ya les tienen tomada la matrícula, pero en Londres, 83.000 energúmenos llegábamos, como el lobo feroz, ansiosos de inyectarnos football en vena y con la seguridad de que los cachetes de animadora son un condimento indispensable para darle picante al partido.

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Pienso que en Europa hay una gran colonia de ‘mineros’. La primera gran oleada de colonización del football americano en Europa llegó en el mejor momento de los 49ers de Montana. Así que no hizo mucha falta que los altavoces explicaran que los Niners eran el equipo local y que debíamos agitar nuestras banderas con ganas para respetar su condición. Confieso que cogí la banderita y la agité cuatro o cinco veces con cierta desidia. Más que nada por educación. Los Broncos son los Broncos y me parecía una indecencia aprovechar el viaje a Londres para ponerles los cuernos. Ya se que no es el tema, y que lo mío es un amplio harén de equipos y jugadores, pero ¿Hay algún casco, algún uniforme en toda la NFL, más bonito que el de Denver? Como ya os he contado en algunas ocasiones, desde tiempos de Terrell Davis me rendí a los encantos de los dandis de la NFL.

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Otro de mis habituales incisos. Después de ver la lista de los 100 mejores jugadores de la NFL, me sentí decepcionado por dos cosas: la primera, cómo los jugadores que habían tenido una vida digamos ‘complicada’ después de retirarse, estaban valorados bastante por debajo de su auténtico puesto (dígase O.J. Simpson o Michael Irvin); la segunda, que Terrell Davis no estuviera entre los 100. ¡¡¡¿¿¿Cómo es posible que el jugador que desafiaba a la fuerza de la gravedad, el tipo que salvó la carrera de John Elway (elegido el 23º), el mejor corredor de la historia de los Broncos, no estuviera en ese ranking???!!! No os engañéis, el alma de aquel equipo bicampeón era él por encima de Elway. Pocas veces he disfrutado de un jugador como lo hice con Davis, pero no le perdonan que su carrera fuera tan corta.

Terrell, amigo, ¿Es que están ciegos? ¿Es que no se dan cuenta?

Y que conste que no es la única omisión que me sorprendió. Shannon Sharpe (TE mítico de Broncos y Ravens) y TO (al que no necesito presentar), también me parecen dos ausencias imperdonables.


Vuelvo al tema. Pasada la fase de molesta educación, entré a la de la búsqueda de cómplices. En cuanto Orton hiciera de las suyas iba a quitarme la careta y me preocupaba que las trescientas personas más cercanas me señalaran como insurrecto y me condenaran a penar en lo más profundo de la mina. Tuve que esperar al tercer cuarto. Orton lanzó un pase mágico a Lloyd que fue placado en la yarda uno. En ese mismo instante, un tipo negro que estaba sentado a mi izquierda, con un chaquetón abotonado hasta el cuello, gigantesco, malencarado, se levantó como un muelle, comenzó a aullar como un poseso mientras se desabotonaba el abrigo. “Cariño, que este loco se nos despelota aquí mismo”. Y como un Clark Kent moderno, se desprendió de la prenda de abrigo para que surgiera una preciosa camiseta con los colores de Denver y el 8 de Orton. Yo también me levanté al instante. Le abracé y ambos celebramos el touchdown de Tebow como si estuviéramos en Denver.

Los siguientes minutos fueron de complicidad permanente. Nos reímos de las banderitas, de Singletary, de Troy Smith… Y dimos el último salto, un último rugido de león de la Metro, unos instantes antes de que los árbitros anularan un touchdown a Gaffney que significó el final del dominio de Denver. A partir de ese instante, todos los mineros que nos rodeaban, y que se habían contenido mientras se reían de nuestras ocurrencias, se pusieron de pie y celebraron cada fumble de Orton, cada intercepción, cada touchdown y cada instante de la remontada mientras mi amigo desconocido, recién llegado de Denver, y yo, nos dábamos palmaditas de consuelo y renegábamos de McDaniels.

Al final del partido nos fundimos en un abrazo de resignación. Él se volvía a Colorado desconsolado, pero yo no estaba tan triste. Orton me había hecho 370 yarda de pase, 18 de carrera y un touchdown. Era el QB titular de mi equipo de fantasy para esa semana y había cumplido con creces.

Es curiosa la cantidad de cosas que pueden pasar una tarde de domingo, durante un partido en el que se da cita gente llegada desde los lugares más peregrinos del mundo… 

Y dentro de unas pocas horas, las pijaditas.