Elogio de carne y hueso
Este artículo me lo debía, me lo había prometido si por una vez -y sin que sirva de precedente- pasaba lo que deseaba que pasara. Llegaron el verano, las vacaciones, el Mundial, las pretemporadas a los dos lados del Atlántico… y nos queda, la memoria es caprichosa, un poco más lejos aquel 17 de junio de 2010 en el que Los Angeles Lakers ganaron su decimosexto anillo ante Boston Celtics (diecisiete: sólo uno de diferencia ya…). Fue una colisión abrasiva, licuante, un final soñado por y para aficionados y mercadotecnia de la liga. Las dos grandes franquicias históricas, los dos grandes enemigos separados geográficamente por todo un país y en las antípodas en cuanto a maneras de vivir. Y un séptimo partido resuelto en los últimos cinco minutos, jugado para salvar la vida, feo hasta un final antológico resuelto porque los Lakers les robaron a los Celtics el fuego (el hambre). Desde entonces tengo pendiente el homenaje entre justo, emocionado y ventajista (“yo fui de los que sí aposté por ti…”) a uno de los tipos más interesantes y humanos (reales: y me explicaré) que ha dado la liga en la última década. Una pieza extraña pero finalmente instrumental en un puzzle en el que cohabitan el mejor entrenador de la historia (Phil Jackson), el mejor jugador del mundo (Kobe Bryant), el escudero de lujo convertido por fin en guerrero a sangre y fuego (Pau Gasol), el líder en la sombra (Derek Fisher)… entre la leyenda de los Lakers, los dorados fantasmas de la historia y el polvo de estrellas de Hollywood, un animal fuera de lugar por puro humano, imán mediático y turbina motriz de mucho de lo bueno y lo malo que hay en la esencia infinitamente compleja del ser humano. De la carne y el hueso: Ronald William Artest Jr, ‘Ron Ron’: Ron Artest.
Celebro el triunfo de Artest, una reinvención que sería hollywoodiense si la meca del cine y los sueños sintéticos se lanzara al barro de las historias reales por miseria y grandeza, si tuviéramos además la certeza de que la cabeza del jugador no tenderá nunca más hacia el caos. No la tenemos. Ese ha sido y es Ron Artest. Para lo malo (mucho) y para lo bueno (más de lo que se ha contado). En una liga de roles, en un mercado que construye y perfila sus propios personajes (a veces de oro, a veces de papel), Artest ha representado la astilla del tipo real, al astro que orbita a su propia y anárquica manera alrededor de la galaxia NBA. Difícil de tolerar, imposible de encorsetar, capaz de redimirse y condenarse en la misma frase. Alguien que ha cargado con la cruz de sus propios errores pero alguien que ha aprendido de ellos y que ha crecido. Un tipo cuya carrera es una vida: momentos felices, hilarantes, tristes, vergonzosos, duros… campo a través hacia el paraíso: 17 de junio de 2010. Y finalmente y al menos por unas semanas (un instante mediático…) un ejemplo.
La película de la temporada NBA 2009/2010 arranca con unos Lakers campeones que retienen en el mercado de agentes libres a Lamar Odom pero dejan volar (desencuentro con varios culpables) a Trevor Ariza. Su lugar lo ocupa Ron Artest, una bomba de relojería que radicaliza los debates sobre las aspiraciones de ‘repeat’ de L.A. Para algunos llegaba la Santa Inquisición, uno de los mejores defensores del mundo, un competidor salvaje capaz de anotar tiros abiertos y de ponerle alambre de espino al ‘Showtime’, marca registrada en el Staples. Una bendición con colmillos similar, con Phil Jackson como vaso comunicante, al aterrizaje de Dennis Rodman en Chicago Bulls. Para otros llegaba el ejército de las tinieblas concentrado en un solo hombre capaz de desestabilizar el vestuario, deshilachar la química de grupo en un vórtice de entropía y acumular faltas flagrantes, sanciones, decisiones egoístas y escándalos de toda categoría.
En la final llegó lo mejor. En los partidos ganados por su equipo controló a golpe de bayoneta a Paul Pierce, el elemento diferencial de las finales 2008. En el séptimo partido, en medio de una presión que amenazaba con triturar a Bryant y Gasol, sostuvo con vida a su equipo durante el primer tiempo, fue respiración asistida a base de canastas valientes y rebotes de ataque. Terminó con 20 puntos, 5 rebotes y 5 robos de balón. Y dejó para la historia el triple que sentenció el partido pero que también pudo convertirle en villano. El tiro que Phil Jackson nunca quiso que hiciera, el pase que Kobe nunca le hubiera dado pero le dio y un beso, con la mirada perdida, al aire cargado de electricidad y magia del Staples. Después dijo que su psicóloga le habló de ese tiro la noche anterior y que Dios lo hizo cuando recibió el pase de Kobe: Ron Artest.
El resto fue maravilloso. Artest dio a pie de pista una de las entrevistas post partido más desquiciadas y hermosas que se recuerdan, repartió besos y palabras de agradecimiento para todos, contó los segundos para asaltar los clubes y paseó a su familia por las instalaciones del Staples. Ron Artest era campeón de la NBA, Los Angeles Lakers eran campeones de la NBA. Un año antes, sin concretarse aún su fichaje, había parido su single “Champion”, finalmente una premonición: “Adoro el último cuarto, adoro el partido siete, tráeme la competición porque en mi corazón nadie puede hacerlo mejor que yo. Un momento de silencio por los campeones…”.
En el campo, Artest estableció un nuevo baremo físico para su equipo y empezó la final con un amago de tangana con Pierce. Era el primer escarceo del primer partido y era mucho más que un brindis al sol. Tuvo la suerte de tapar con canastas para el recuerdo muchas actuaciones pobres en ataque. Su valor es otro, es su mentalidad de guerrero y su defensa brutal por físico y conceptos, por concentración en las líneas de pase y por posicionamiento de pies y acumulación de músculo. Basta seguirle con la mirada para comprobar como obliga a su par a jugar en las zonas donde resulta más vulnerable, a tirar desde donde es menos eficiente.
Ron Artest se ha sentido siempre un defensor de su raza y de su clase. Criado en los projects de Queens, una zona dura que forjó a una persona dura. Acostumbrado a pelear, desconfiado y abrazado a su tribu, a su zona de seguridad. Sus amigos han compartido su casa y vida durante buena parte de su carrera: “un día prometimos que si alguno llegaba lejos se encargaría de todos. Ron es el que ha llegado lejos…”. En los torneos de verano del Bronx ya se le conocía como “True Warrior” o “New World Order”. En las canchas de la calle vio morir a un compañero atravesado con la pata rota de una silla. Y así jugaba y juega al baloncesto, y así fue elegido por Chicago Bulls en el puesto 16 del draft del 99, el que su amigo de la juventud, Lamar Odom, fue número 4. De Chicago a Indiana, All-Star y pelea -cielo e infierno-, a Sacramento, a Houston, a Lakers…
Sus padres, sus hijos, su psicóloga, sus viejos compañeros de Indiana, sus amigos de la infancia, los aficionados de los Lakers… Todo el mundo (literalmente: “everybody”) pasó por la cabeza de Ron Artest cuando se sintió redimido y campeón. Y creo que es una historia bonita de contar ahora que se acerca una temporada en la que volverá a hacer tiros que saquen de sus casillas a Phil Jackson y por mucho que en cualquier momento pueda volver a cometer algún error que lo tire todo por tierra. Pero lo mejor con Ron Artest es que si eso sucede no perderá valor nada de lo que queda escrito aquí. Porque es una historia de carne y hueso. La historia de un tipo que no es ni mejor ni peor que nadie, ni bueno ni malo. Sólo una persona que se ha equivocado y que ha luchado para sobrevivir a sus propios errores. Y por eso cada vez que les cosas le vayan bien, cada vez que protagonice una noticia hermosa, personal o deportiva, a mi se me escapará una sonrisa. Por él y por esa maravillosa entrevista con la reportera de ESPN Doris Burke (“y…eh…hum… he olvidado por completo lo que me has preguntado”) segundos después de haber cerrado, por ahora, el círculo, su círculo: “un momento de silencio por los campeones…”.