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La conquista de Montecarlo

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Tomás de Cos

Los tenistas españoles, terrícolas por definición, siguen brillando sobre el manto marrón del exclusivo y pijo Country Club de Montecarlo. Ayer hasta tres de los nuestros, Nadal, Verdasco y Ferrer, se clasificaron para las semifinales del tercer Masters 1000 de la temporada. Y otros dos, que también sacaron nota, se quedaron en el camino en dos duelos fraticidas: Ferrero ante el balear y Montañés frente al madrileño. Unos resultados que han invadido de estilo español el mítico torneo que cada año acoge el Principado monaguesco.

Tan sólo Djokovic aspira a abortar la casi segura victoria española. Para ello deberá deshacerse primero de un Fernando Verdasco que, como Ferrer, se estrena en la penúltima ronda de un Masters 1000 y ya ha demostrado ser capaz de cualquier cosa a pesar de sus puntuales lagunas de concentración.

En una hipotética final podría encontrarse con Nadal, empeñado en volver a marcar su territorio –aspira a la sexta corona en Mónaco- y que ha demostrado una contundencia brutal a lo largo de la semana. ¡Qué le pregunten a De Bakker, Berrer o el propio Ferrero! Su nivel de tenis vuelve a impresionar y parece cuestión de días que recupere el sabor de la victoria y que ponga fin a casi un año sin sumar un título a su ya extenso palmarés.

Pero tampoco le resultaría mucho más fácil al serbio el último peldaño hacia el triunfo en el caso de que fuera Ferrer su oponente. El valenciano, como su amigo Ferrero, ya sabe lo que es ganar en esta superficie en lo que va de temporada y sus piernas y su corazón serían aún más resistentes en el caso de firmar hoy una victoria sobre Rafa.

En definitiva, con la ausencia de Federer (para disgusto de uno de sus patrocinadores principales) y la incomprensible espantada de Murray en primera ronda (salió silbado por el público), el serbio se ha quedado solo en la lucha frente a la poderosa ‘Armada Española’. Eso sí, es de esperar que el público se decante a su favor. Hay muchas ganas de grabar otro nombre que no sea el de Nadal en la placa del preciado (y cambiante) trofeo que cada año entrega nuestro ‘adorado’ Príncipe Alberto.