La segunda oportunidad de Stallworth y Vick
A mí me explicaron que el mal no existe. Es ausencia de bien. La maldad como absoluto no se ha dado nunca en la historia del mundo. Cuando alguien hace algo malo siempre busca un fin último bueno. Quien roba (malo) lo hace para conseguir dinero (bueno); quien mata lo hace con un objetivo o incluso por el puro placer de matar que, en el caso de alguien trastornado o sin escrúpulos, sigue siendo un fin bueno; quien maltrata, de la forma que sea, busca placer, autoridad, control… Incluso si alguien buscara la maldad como absoluto, sería esclavo de ese afán bueno de alcanzar un fin. Como veis, el mal y el bien están íntimamente unidos. A partir de ahí entra la ética, la moral y los valores de cada uno que le hacen decidir entre el camino objetivamente bueno o egoístamente conveniente.
Este rollo que os he soltado os lo sabéis todos los que estudiasteis el bachillerato hace años. Era algo que a nos explicaron en la clase de filosofía. Lo recuerdo porque me impresionó la sencillez del razonamiento. Lo he mencionado porque será parte de mi argumentación en este artículo.
El caso es que todos, o la mayoría, tenemos nuestros secretos inconfesables. Actos en los que primamos nuestras pasiones sobre lo auténticamente justo. Lo que más nos avergüenza suele ser lo que tiene que ver con los instintos más primarios o lo que afecta más íntimamente o hace chirriar a nuestro orden de valores. Como decía un amigo: “tocarle el culo a mi abuela sería inconfesable… tocárselo a Megan Fox sería inolvidable”. Muchos de nuestros secretos son sucesos que nos persiguen durante toda nuestra vida. Como hoy estoy en plan: “abre el corazón que ya tendrás tiempo para arrepentirte”, os voy a hacer una confidencia que nunca había contado a nadie. Hace muchísimos años, con el carnet de conducir recién sacado, me fui con un grupo de amigos en verano a pasar unas vacaciones a un pueblo de Teruel. Sí, habéis leído bien, a Teruel. El amor por la bicicleta y por conquistar nuevas metas, pedalada a pedalada, te lleva a lugares inhóspitos. El caso es que los sábados nos tomábamos el día de descanso y nos íbamos en coche a la playa, a Valencia. Yo ya tenía mi viejo Ford Escort, “el Halcón Milenario”, que jubilé en 2005 después de hacerle más de 600.000 kilómetros a través de media Europa.
Como era un joven insensato, sin puñetera idea de conducir pero empeñado en que mis amigos pensaran que era ‘Fitipaldi’, iba de listo. Ya sabéis, la juventud, ese mal pasajero que se cura con el tiempo. Pues en mi bisoñez le di paso a un coche, sin fijarme en que venía un camión de frente. El de detrás me hizo caso, comenzó a adelantar y no se chocó frontalmente porque alguien en el cielo quiso hacer un milagro. Volantazos, chirriar de neumáticos, olor a frenos quemados, susto gordo. Yo me quedé blanco del susto pero, para no parecer un ‘blando’ ante mis acompañantes, me puse a hacer chanzas y burlas a los afectados que, estoy seguro, debieron pensar que yo era un psicópata que había intentado que se mataran. Esa noche no puede dormir. Rememoraba la imagen una y otra vez. Pase horas llorando del disgusto. El recuerdo aún me persigue. A veces, cuando conduzco, me entra un escalofrío y mi mujer me pregunta lo que me sucede. Son evocaciones de aquel día que pude provocar la muerte a unos desconocidos y encima me reí de ellos. No es mi única muesca, hay más, y supongo que todos cargamos con momentos que acumulamos en el saco de nuestras vergüenzas. Un fardo que cada año de nuestras vidas pesa más y más.
Donte Stallworth y Michael Vick son como tú y yo. Ellos también cargan con su peso de inmundicia. Su problema es que sus mochilas son transparentes en algunas zonas y, por eso, sus miserias son públicas. No quiero volver a juzgarlos por unos actos por los que ya han pagado ante la sociedad, pero sí quiero analizar lo que pueden afectar a su vida profesional.
El receptor acaba de firmar por los Baltimore Ravens. Una temporada, 900.000 dólares garantizados y otros 300.000 en incentivos. Parece una fortuna pero hay que reseñar que Stallworth era considerado hace muy poco tiempo uno de los de los receptores con más futuro de la NFL. Eagles y Patriots le contrataron como estrella y le soltaron un año después como fiasco. Ahora sólo es capaz de firmar contratos de un año. Nadie termina de fiarse de él. Y no os engañéis, el origen del problema no está en que el pasado 14 de marzo por la mañana, en Miami, atropellara a un cubano llamado Mario Reyes que iba a trabajar y, todo hay que decirlo, no cruzaba una avenida por el paso de peatones. El problema real es que Stallworth no está en lo que tiene que estar. No es tan buen profesional como debiera, o al menos esa es la imagen que proyecta.
No voy a entrar en si está bien que llegara a un acuerdo con la familia del muerto para que retirara la denuncia, si un mes de presión es suficiente para un tipo que mata a otro de forma involuntaria mientras conduce ebrio, si un año de suspensión es algo desproporcionado para alguien que sólo fue castigado con 30 días de cárcel por la justicia ordinaria. Pero si que tengo dudas de que un tipo que está bebido por la mañana, que ha fracasado estrepitosamente en dos clubes con el prestigio de sacar el máximo partido de todos sus jugadores, como son Eagles y Patriots, y que en todas sus actuaciones ha demostrado una profesionalidad más que dudosa, sea capaz ahora de jugar a su auténtico nivel en unos Ravens que lo van a necesitar como el comer para aspirar al anillo.
Siempre se critica a Ochocinco y a Terrell Owens, pero ellos han demostrado, a lo largo de sus carreras, que más allá de lo que sale de su boca se machacan físicamente y se estudian los planes de juego hasta la extenuación. Esa fue la filosofía de un mito como Jerry Rice, recién admitido en el Salón de la fama, que fue capaz de jugar como receptor al mejor nivel hasta los 42 años. Su vida era el football y, hasta su retirada, todos los momentos de su vida estaban enfocados hacia la excelencia como jugador. Lo dicho, ficharía mil millones de veces antes a Terrell Owens que a Donte Stallworth si fuera el propietario de los Ravens. El primero me asegura profesionalidad y, tal vez, alguna declaración fuera de tono; el segundo aún no ha demostrado nada.
Siento este pequeño inciso pero que Plaxico Burress pase dos años en prisión por pegarse un tiro en un pie, Stallworth quede libre en un mes por atropellar mortalmente a un hombre y Michael Vick fuera condenado a 23 meses de prisión por organizar peleas de perros me parece desconcertante.
Vayamos al caso de Vick. El QB de los Falcons era la superestrella de su equipo y, posiblemente, de la NFL. Vendía más camisetas que nadie, era admirado por la mayoría y vivía en una nube de fama y dinero. He leído muchas veces que lo que descentró a Vick fue el empeño de sus entrenadores por cambiar su forma de jugar, por convertirle en un pasador. Eso frustró al astro, que vio como sus estadísticas se desmoronaban cuando no le dejaban jugar como a él le gustaba. Comenzaron las críticas y el público dejó de adorarle. Él buscó en las peleas de perros un refugio para su desengaño... ¡¡¡Y UNA MIERDA!!! Yo creo que Vick vivió la vida al límite mientras pudo y que siempre confió en que su poderoso físico le sacaría de todos los atolladeros en el campo… y en la vida. No creo que Vick tuviera nunca un afán real de hacer todo lo posible para mejorar como pasador. Su cabeza estaba en otras cosas.
Ahora los Eagles se debaten entre McNabb, Kolb y Vick. Dos seguirán el año que viene y uno se marchará. Muchos de los equipos miran con avidez puesto que el descartado, sea quien sea, pasará a ser titular, y gran estrella, en el equipo que le fiche. La solución fácil sería quedarse con McNabb y Kolb. La valiente, apostar ya por Kolb y mantener a Vick. Independientemente de todo, creo que Vick, tras 19 meses en la cárcel, no debe tener muchas mas ganas de juerga. Los años no perdonan a un jugador que podrá seguir apoyándose en su físico pero que necesitará algo más para seguir siendo desequilibrante. No es el mismo caso de Stallworth. Vick sí que ha demostrado mucho en su carrera… aunque a muchos no nos enamoró lo que vimos hasta el momento.
Stallworth y Vick, dos estrellas que atravesaron un agujero negro. Ya han pagado por sus errores, pero la gran duda sigue siendo deportiva. ¿Serán capaces de reformarse como jugadores? Hasta ahora han seguido el camino fácil y egoista. Si quieren triunfar, en su segunda oportunidad, no tienen margen de error. Deberán encontrarse a si mismos en el espíritu de sacrificio y la profesionalidad. Jerry Rice es el espejo.