Los viejos perdemos nuestro último clavo ardiendo
Señores, se me acumula el trabajo. La NFL viene como un tren de mercancías cargado de noticias jugosas en casi todos los equipos. A pesar de que me atropelle la acumulación de temazos, no puedo empezar sin hacer tres apuntes sobre tres grandiosos quarterbacks.
Empiezo por la noticia triste. Steve McNair murió asesinado el 4 de julio… Ahora tengo que decir algo que casi nadie sabe: yo siempre le odié. Él y Eddie George, gracias a la genialidad de Jeff Fisher, provocaron las tres únicas derrotas de mis amados Jaguars en 1999. Ese año en que los de Jacksonville tenían que haberse enfrentado a los Rams de Kurt Warner en la XXXIV Super Bowl de mis sueños. Mark Brunell nunca disputó una final porque McNair siempre corría esas dos yardas por el centro que mantenían el drive vivo mientras la agresiva defensa de aquellos Jaguars era incapaz de frenarle. Ahora ya no puedo odiar a McNair y lloro una pérdida que, como casi siempre, parece inexplicable. Descanse en paz.
Continúo con el genio del arpa. Tom Brady, el jugador que completa todo lo que se tira, sigue triunfando allá por donde pasa. De Bridget Moynahan nació John Edward Thomas el 24 de agosto de 2007. Ahora todos estamos pendientes de Gisele Bündchen, que ve cómo le crece día a día un balón ovalado en la barriga. Y señores, atentos al dato, la criatura puede llegar a tiempo para la Super Bowl. ¡Todos a las trincheras! Como a Brady le de por regalarle a la Bündchen otro anillo, puede poner la temporada patas arriba. Ay, el amor de un padre mueve montañas.
Y no nos olvidemos del susto que nos dio el QB de los Patriots. Se fue a remar en piragua con su mujer y terminó bocabajo y rozando el drama… ¿Qué estaría mirando?
Termino con otra noticia dramática. Sobre todo para los cuarentones. Antes de nada os voy a explicar algo que los más jóvenes no entenderéis. Hay un momento en la vida en el que debuta un jugador, en el deporte que sea, más joven que uno. No parece nada importante, pero traumatiza un poco ver que mientras un renacuajo se forra dándole a la pelota, una multitud de seres grises seguimos con los libros bajo el brazo sin tener ni puñetera idea sobre nuestro futuro. Luego, bien entrado en la veintena, nos torcemos resignados el tobillo en cada partido de amiguetes del domingo mientras intentamos demostrar que estamos en tan buena forma como los deportistas de élite. Recién llegada la treintena vemos como se retira ese deportista que debutó más joven que nosotros. Ahí hay dos opciones: la primera, tirar la toalla y dedicarse al levantamiento de vidrio en una carrera frenética por beberse toda la cerveza posible antes de que nos suban al altar y nos impongan la ley seca; la otra opción es dedicarse aún con más insistencia al deporte para sentirnos veinteañeros hasta que, irremediablemente, nos lleven al altar para limitar nuestra actividad a pachangas de solteros contra casados.
Pero ¡Ay amigos! Llegan los cuarenta. Las canas y las calvas. Las ciáticas y las hemorroides. Mirar hacia delante provoca vértigo y sólo nos queda buscar un clavo ardiendo al que agarrarnos como el último suspiro de nuestra juventud. Y ahí es donde entra Brett Favre.
Favre era mi último clavo ardiendo. Uno de mi generación que seguía demostrando que los nacidos en los 60’ teníamos las pelotas más grandes, o al menos más duras. “Tío, ahí tienes al dios Favre, el último gran pistolero de la NFL”.
Os cuento otra confidencia. Hace dos temporadas, cuando todo hacía presagiar que Favre y Brady se verían las caras en la Super Bowl de todos los tiempos, juré que después de ese partido inmejorable abandonaría el football americano para siempre. Era el summum, el acabose, el alfa y omega, la madre de todos los partidos. Debían alargarlo durante varias jornadas en una sucesión de cuartos perfectos donde el mejor quarterback de la historia y el mejor de la actualidad bailarían un vals irrepetible. Daba igual el resultado. Que dieran ganadores a los dos equipos… ¡¡¡Por Dios, me excito!!! Pero Tom Coughlin, el mismo entrenador que no llevó a la Super Bowl a los Jaguars por culpa de McNair, destrozó el sueño del partido perfecto, el alma de Favre, el mito del Lambeau Field congelado en enero y la maquinaria de unos Patriots que se quedaron en casi perfectos. Lo único perfecto fue el interruptus. ¡Vaya tela!
Y a pesar de que Favre, mi último clavo ardiendo, haya anunciado que por fin se retira, no estoy triste. Creo que ya era hora. Que es verdad, que somos viejos, que no hay que seguir sólo para demostrarnos a nosotros mismos que todavía podemos. El football es un deporte de equipo y Favre ya sólo jugaba para él y para los que le adoramos. Una temporada más me hubiera obligado a escribir, tarde o temprano, un artículo criticándolo. No me lo hubiera perdonado nunca.