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Silence, please!


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Manuel Salinero

El último grito ha llegado al All England Tennis Club. No me refiero al de los modelitos de ellas, las tenistas, o de Roger Federer –atrevido él donde los haya-; esa costumbre por la extravagancia aderezada de gracia y elegancia siempre ha formado parte del calado del torneo londinense, tanto como las pamelas en las carreras de Ascott.

Hablamos del grito verdadero, del rugido que brota de las entrañas fruto de un esfuerzo colosal y que se expulsa al viento como signo de liberación. No es este ni el momento ni el foro adecuado para abordar el aspecto científico de lo que simplemente es la manifestación vehemente de un sentimiento, pero lo cierto es que los bramidos están causando furor en el tenis en los últimos tiempos, sobre todo los que producen las féminas. Un símbolo que se ha encargado de apadrinar María Sharapova, convertida en adalid del griterío con un particular berrido que ha creado escuela y ha traspasado las canchas de tenis.

Su peculiar modus de acompañar el golpeo de la bola con su genuino alarido ha desatado una polémica imprevista en el circuito. Maestros de la raqueta, profesionales, aficionados y analistas no debaten ya sobre el nivel tenístico de la rusa – cuestión que parece haber quedado resuelta-, y se entretienen ahora en discutir sobre la oportunidad de sus gemidos.

Para unos cuantos es un modo normal de canalizar su energía en el golpeo, pero no para pocos es una simple artimaña con la que intenta, dicen desconcertar a sus rivales. A esta teoría se apunta, ni más ni menos, Martina Navratilova –una cualquiera en esto del tenis-. La nueve veces campeona individual de Wimbledon lo considera un artificio impropio de este deporte y reclama a la Federación Internacional que tome cartas en el asunto para evitar semejante afrenta a las tradiciones de la raqueta.

Es cierto que Sharapova grita –mucho es decir poco-, pero eso es tan cierto como que sus jadeos no le garantizan el éxito. Si gritar con tanto ahínco despistara al rival, no menos lo haría las camisetas ‘chillonas’ que lucen ciertos tenistas. Sus modelitos horteras, esos colores tan llamativos, serían motivo de denuncia en cualquier torneo serio, y también atentan contra el buen gusto y las tradiciones que perviven en el tenis. Entonces, si todo este cúmulo de novedades en la indumentaria se admiten, qué hay de malo en unos grititos de más que, exagerados o no, son producto del esfuerzo del deportista.

Y si realmente son una trampa, como otros los califican, ¿por qué no es un recurso que utilizan la mayoría de los tenistas, que así podrían contar - incluidos los hombres- con un arma adicional contra sus rivales? Quizás el misterio lo haya aclarado otra leyenda de Wimbledon como Michael Stich, que no ha tenido reparos en asegurar que “gritar no es sexy”, y que “el sex appeal era la principal atracción del tenis femenino”. Los chicos ya saben por que no deben hacerlo.

En esta edición de Wimbledon a Sharapova se la seguirá mirando con lupa por su belleza, pero también se medirá el volumen de sus aullidos. De hecho, ya se han comparado sus decibelios con los del rugido de un león: 110 emite el gran felino por 101 de la tenista. Sabíamos que María era un animal en la pista, pero desconocíamos que su fiereza impactara más que su belleza o su tenis y que ello haya provocado una catarsis en el planeta tenis.

Los tabloides ingleses, una vez creada la polémica, están encantados con ella y se han inventado un juego curioso: el ‘gemidómetro’, con el que comparan los chillidos de Sharapova con cualquier estridencia que supere el aleteo de una mariposa: ya sean las sirenas de la policía londinense en plena persecución, los motores de un avión al despegar, o el barritar de una manada de elefantes en plena estampida.

El ojo de halcón es hoy la prehistoria de la tecnología tenística. El audímetro es el último grito. ¡Silencio, por favor! Se juega.