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Estados Unidos, en el camino de la redención

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España aspira al oro en Pekín con todas las de la ley. La ley, por supuesto, del campeón del mundo y subcampeón de Europa. Y al escribir esto pienso en el riesgo de que el hábito que genera el triunfo haga que se nos escape la verdadera trascendencia que ha alcanzado la selección española, capaz además incluso de afrontar una transición menos traumática de lo previsible a priori en el puesto de seleccionador, en parte desde luego porque es difícil imaginar, en casi todos los sentidos, un nombre mejor que el de Aíto para reemplazar a Pepu, arquitecto del oro de Japón.

España, de Japón a Pekín. España, ahora de Aíto, ante la necesidad y el deseo, ante la posibilidad de completar un ciclo mágico (Mundial, Eurobasket, Juegos Olímpicos) y sin ningún temor al cruce de cuartos de final, el que separa la gloria (las medallas) del fracaso. En los cruces, en la competición en estado puro, la selección sabe que hay varios equipos europeos que pueden darle un disgusto en un partido a cara o cruz, pero sabe también que el verdadero peligro resuena desde el otro lado del Atlántico y tiene dos nombres: Argentina, pendiente de la salud de Ginobili, y Estados Unidos.

El equipo de la redención

Estados Unidos, obligada siempre a lo máximo pero demasiado acostumbrada a la decepción y el escarnio en los últimos tiempos. Estados Unidos, que parece, por fin, haber entendido el mensaje de las derrotas con una actitud constructiva y positiva. Estados Unidos, el equipo en definitiva que, a pesar de los pesares vuelve a aparecer como el gran favorito para el oro, siempre y cuando no quede en simple palabrería su planteamiento del torneo olímpico.

Si se echa la vista atrás, se descubre a un equipo americano contumaz y demasiado querido de sí mismo, incapaz de digerir las derrotas y condenado a repetir patrones de error con una tozudez insoportable. Así se ha desangrado paulatinamente el recuerdo imborrable del Dream Team, aquel equipo irrepetible (absolutamente irrepetible) que arrasó Barcelona con 117’3 puntos por partido de promedio y casi 44 puntos de diferencia media en sus victorias. Aquel equipo que en semifinales se divirtió ante Lituania (127-76) y que en la final no dio cuartel (117-85) a la Croacia de Petrovic, Kukoc y Radja.

Esa herencia se ha ido perdiendo entre fiascos más o menos sonados, más o menos humillantes, hasta situar a Estados Unidos fuera incluso de las finales de los últimos Juegos y el último Mundial. Aquella derrota ante Grecia en Japón, pocos días antes de que España desnudara totalmente a los helenos, resultó especialmente dolorosa para los americanos, retratados ante un equipo sin grandes nombres NBA, superados absolutamente en todos los conceptos de baloncesto colectivo, incluidos los más primarios y elementales.

En aquella derrota se comenzó a forjar, al menos de palabra (veremos si de obra), este nuevo equipo de la redención, temible por nombres pero, sobre todo, temible si pone hechos a su declaración de principios: para ganar, hay que adaptarse al juego de los demás.

Sobre actitudes y aptitudes

Ese cambio de actitud es la llave que debería volver a hacer de USA el equipo a batir. Y se trata de algo tan simple, pero hasta ahora tan difícil, como pensar y asumir el juego desde un punto de vista distinto. Comprender que se enfrentan a arquitecturas de equipo y sistemas de juego totalmente diferentes, incluso a criterios arbitrales opuestos y reglamentos que, por ejemplo y para incomprensible sorpresa de más de uno, sólo conceden cinco faltas personales por jugador. Cosas tan simples han hecho un daño terrible a un equipo que se ha mostrado incapaz de leer la férrea geometría de las defensas FIBA, de frenar acciones de pick and roll de lo más básicas.

Si Estados Unidos aprende de una vez por todas a trabajar con humildad y a competir con inteligencia, seguramente se convierta en el muro contra el que choque el (absolutamente fundamentado, por otra parte) sueño de oro de España. Porque, por equipo, los americanos han confeccionado una selección de un poder arrebatador.

Esta concepción 2008 de la selección USA es la obra final de Jerry Colangelo, puesta en manos de Mike Kryzewski y con ayudantes de la relevancia de Mike D’Antoni o Nate McMillan. A sus órdenes figuran cuatro de los cinco componentes del mejor quinteto de la pasada campaña en la NBA. Falta Garnett, pero están Paul, Bryant, LeBron y Howard. Y además, Deron Williams, Bosh, Wade, Prince…

Sin embargo, se pueden encontrar algunas lagunas en la selección. La más evidente, la presencia de tan sólo tres hombres interiores: Dwight Howard, Carlos Boozer y Chris Bosh. Un riesgo difícil de comprender a pesar de que Anthony jugará minutos como 4 y Bosh como 5, y que en parte parece querer enmedarse con la inclusión como suplente de Tyson Chandler. Sin embargo, el pívot de los Hornets sólo entrará ante una hipotética lesión y parece difícil de entender la ausencia de un jugador que puede aportar tanto especialmente en defensa y en la carga del rebote ofensivo, aspecto en el que, junto a Howard, podría asegurar a su equipo un dominio casi tiránico de los aros.

La exclusión de Chandler sirvió al menos para hacer sitio a Prince, lo que sí se puede calificar como un gran acierto. El alero de los Pistons, además de un extraordinario y completísimo jugador, tiene el tipo de perfil bajo y de ética de trabajo que necesita un equipo con tal excedente de estrellas. La entrada de Redd se justifica en la intención de contar con un especialista en el rol de tirador para abrir las defensas en zona, y la de Wade queda supeditada al estado físico del escolta que, a su nivel, debería ser uno de los primeros hombres en la rotación.

Más dudas me despierta, aunque pueda sonar a herejía, la presencia de Jason Kidd. Uno de los grandes bases de siempre, a pesar de su complicado final de temporada tras su traspaso a Dallas. Pero, más allá de eso y a pesar de las excelencias obvias de Kidd (que partirá además como base titular), yo hubiera optado por entregar los galones de director desde el primer momento al excepcional Chris Paul y potenciar la participación de Deron Williams, que parte sin embargo como tercer base.

El bloque, a pesar de algunas pequeñas dudas, es desde luego excelente. Se cuenta además con que Kobe, como ha demostrado en los Lakers en la última temporada, es capaz de encabezar una nueva actitud fundamentada en el servicio al bloque con el oro como única obsesión. Se cree que el actual cuerpo técnico es idóneo para conducir sin colisiones ni conflictos a tamaña reunión de egos. Y, desde luego, se confía en que aparezca el orgullo de unos jugadores que, en la mayoría de los casos, han vivido en primera persona los últimos fracasos de la selección; jugadores que, además, llegan a Pekín en mejor momento que nunca. Es el caso del rocoso Boozer o, mucho más claramente, de Paul o Howard, que han explotado definitivamente durante la pasada temporada, de ese Kobe más generoso y más líder, o de ese LeBron en perpetuo crecimiento.

El reto es enorme. Aceptarlo y afrontarlo con la actitud adecuada conducirá a la redención. Todo lo que no sea eso significará regresar a los desajustes y exponerse a un nuevo escarnio, nada menos que en los Juegos Olímpicos, un escenario al que se da un Estados Unidos una importancia superlativa con respecto a lo que supone un campeonato del mundo. El viaje para Estados Unidos comenzará el 21 de julio en Las Vegas y, si la hoja de ruta es la prevista, acabará el 26 de agosto con el regreso a casa con la medalla de oro colgada en el cuello. Muchos querrán evitarlo. Sólo unos pocos están legitimados para sentirse capaces de hacerlo. Y a la cabeza de ellos, por supuesto, está España.