Tomás de Cos
‘Rafa Nadal es el rey de la tierra, de la tierra-hierba y le queda ya ser sólo el de la hierba. Ayer avanzó un poco más en su camino hacia Roger Federer, ya que le ganó en la Batalla de las superficies, sobre una pista mixta en la que los dos mejores del mundo se jugaban la honrilla’. Con estas palabras arranca su crónica en el diario AS nuestro compañero Jesús Mínguez, presente en el Palma Arena.
No cabe duda de que la rivalidad que mantienen desde hace ya casi dos años ‘Mr Perfecto’ y Rafa Nadal ha elevado al tenis a unas cotas de popularidad antes desconocidas en España. Por más que el deporte de la raqueta ha salpicado de éxitos las páginas de los diarios deportivos en las últimas dos décadas -los nombres de Arantxa y Conchita, Bruguera, Corretja, Moyá, Ferrero, Costa, etc. así lo atestiguan- y de que el levante español se ha convertido en una moderna y próspera fábrica de tenistas, la ‘nadalmanía’ ha arrasado con todo y suma adeptos al tenis al ritmo que el balear mueve sus poderosas piernas. No hay una rivalidad comparable a esta en el deporte (individual) actual. Y menos después de la retirada de Michael Schumacher de la Fórmula 1.
El audímetro televisivo dictará el éxito o el fracaso de la original idea de la agencia Del Campo Saatchi & Saatchi, promotora del evento inspirado en la mítica ‘Guerra de los sexos’ protagonizada por la controvertida Billie Jean King y el peculiar Bobby Riggs. Pero más allá del impacto mediático del evento caben algunas otras consideraciones.
El desafío evidenció las enormes diferencias que hay en el tenis en función de la superficie sobre la que se practique. Al margen del tiempo de adaptación de los tenistas, quedó patente lo irreal del encuentro. Porque el bote más alto, más regular –hubo constantes botes sorpresa sobre la hierba- y más lento de la pelota sobre la mitad de tierra concedía una ventaja casi insalvable. Unos instantes de oro para dominar el punto o decidir el definitivo tiro ganador. En especial al servicio debido al bote rápido, raso y resbaladizo típico del césped. Una dificultad añadida extra a la ya de por sí complicada empresa de restar un zambombazo cercano a los 200 kilómetros por hora.
La pista mixta obligó a cambiar veinte veces de zapatillas, para deleite del patrocinador que viste a ambos, y ralentizó el choque. El bote era tan diferente a un lado u otro de la red que obligaba a atacar sin piedad del lado arenoso y a defenderse, sin levantar mucho la bola, de lado verde. Desde este último debían ingeniárselas para sorprender al contrario tomando más riesgos y acortar los puntos porque los intercambios largos caían casi siempre del lado del jugador que pisaba la tierra.
Tanto Nadal como Federer demostraron su buena predisposición –jugoso cheque mediante, claro- y adaptación a un experimento extraño y fruto del ‘show business’. Ambos son el mejor ejemplo de lo que se entiende por un tenista completo –han disputado las últimas finales de Roland Garros y Wimbledon-, mantienen una cordial relación y se saben embajadores mundiales del deporte que les ha convertido en ricos y famosos. Ya antes habían disputado algunos curiosos eventos para la promoción de un determinado torneo, en lugares que van desde el helipuerto de un rascacielos a una conocida calle de Nueva York.
Y aunque opiniones habrá seguro para todos los gustos quizás convenga recordar el similar carácter que tiene la Super Bowl de la NFL o con el que nacieron el All Star Weekend de la NBA o el circense espectáculo con el que los Harlem Globetrotters dejan admirado a medio mundo. Sin embargo, para los puristas el mejor espectáculo es el deporte en sí. Y en este caso resultó mucho menos brillante e intenso que cualquiera de las numerosas finales disputadas por estos dos genios de la raqueta. Aunque a eso contribuyó una retransmisión algo sosa por parte de la cadena propietaria de los derechos.