Especial 1998

25 años de Baldur’s Gate, el renacimiento del rol clásico en PC

La legendaria saga de BioWare, ahora en alza gracias a la secuela de Larian Studios, ya brindó uno de los RPGs más importantes de los noventa a su estreno.

Un día, a principios de 1999, uno de los fundadores de BioWare se levantó entre sudores fríos preguntándose qué pasaría si su estudio nunca hiciese un juego tan bueno como el que acababan de lanzar pocos meses antes. Su nombre era Ray Muzyka y, al igual que su socio Greg Zeschuk, había dado un paso lateral desde su carrera de medicina para probar suerte en este medio. El primer proyecto, un juego de mechas llamado Shattered Steel, se había estrenado en 1996 con suficiente éxito como para poder permitirles seguir trabajando en su afición. Pero el segundo, un juego de rol isométrico llamado Baldur’s Gate, se había estrenado a finales de 1998 llamando bastante más la atención. La prensa lo había bañado en notas excelentes y los usuarios de PC lo mantuvieron durante meses en las listas de los más vendidos.

Como cabría esperar, la alegría en el seno de BioWare fue enorme, y Muzyka no era excepción. Pero una parte dentro de él estaba inquietaba. ¿Y si Baldur’s Gate terminaba siendo su mejor juego? ¿Y si pasados los años, BioWare seguía estando asociada a ese nombre porque nada de lo que venía después lograba el mismo impacto? Mirando la trayectoria del estudio en las siguientes dos décadas, con nombres como Neverwinter Nights, Caballeros de la Antigua República, Mass Effect o Dragon Age entre sus obras —sin olvidar el magistral Baldur’s Gate II—, suena a preocupación infundada. Pero a principios de 1999 era lógico que la idea asomase por su cabeza: el éxito de Baldur’s Gate en su contexto fue tal que, sin él, quizá no solo no tendríamos esos juegos, tampoco algunos de los creados por otras compañías.

Baldur's Gate (1998)

Rol con mayúsculas

No se puede ignorar que este aniversario coincide con Baldur’s Gate III erigiéndose como el título con más premios a mejor juego del año en 2023, contando algunos de participación masiva como los Golden Joystick o The Game Awards. Ya no con BioWare al frente, eso sí, sino con Larian Studios. Una compañía en estado de gracia que no solo ha tomado el relevo a la hora de revivir la saga, aparcada por sus creadores en 2001; también de recordar los valores con los que la propia BioWare se convirtió en un referente del género antes de transitar hacia una nueva etapa bajo el sello de Electronic Arts, donde coqueteó cada vez más con la acción y las pretensiones cinematográficas que permitían ser uno de los estudios más exitosos del mundo, dentro y fuera del rol. Tanto, que el rol a veces pasó a segundo plano.

Es una historia muy posterior, pero relevante, porque el primer Baldur’s Gate no solo tuvo éxito por gozar de una dirección artística inspirada, una banda sonora que sumergiese al jugador en la épica a pesar de su alejada cámara o un esporádico uso de doblaje para dar vida a sus personajes. Todo ello es cierto, faltaría más. Pero eran bondades estéticas al servicio de su profundidad y flexibilidad jugable. De las incuantificables ramificaciones en el combate y los diálogos que permitían moldear cada partida como si fuese arcilla. Como si el juego fuese el “dungeon master” que proporcionase un rico mundo con el que trabajar, pero también dejase florecer la creatividad del jugador dentro de sus confines. Como si fuese, en definitiva, un RPG con todas las letras e implicaciones, no una simple etiqueta usada para indicar que el personaje subía de nivel tras matar a una cantidad determinada de enemigos.

Y esto es importante porque, al estreno de Baldur’s Gate en 1998, esta clase de rol distaba de atravesar su mejor momento. Un año antes, Interplay nos había dejado el primer Fallout, dando origen a otra de las sagas más populares en la actualidad; pero, a pesar de su incuestionable calidad y legado, aquel juego no gozó de todo el éxito que merecía y sí encontrarían algunas de sus secuelas distantes. El original fue una demostración del potencial del género, pero también una obra de culto saboreada por el nicho que no se sentía intimidado ante sus posibilidades y exigencias. Años antes, juegos de carácter más metódico como el rol por turnos o las aventuras gráficas habían encontrado en PC un lugar donde evolucionar y prosperar. Pero los noventa habían traído el reinado de los FPS y la estrategia en tiempo real. La intensidad aumentó, pero el intervalo de atención de los jugadores tendió a reducirse.

Era el panorama ideal para otro peso pesado, con mucho más éxito en 1997, y también con entrega nueva en 2023: Diablo. Lanzado meses antes que Fallout, el juego de Blizzard había empezado sus días con turnos, pero, tras una votación interna del estudio, fue convertido en un Action RPG más sencillo con énfasis en el looteo constante de equipo. La jugada funcionó tan bien que durante un tiempo regresar a los turnos parecía una involución. Diablo era ágil, frenético, adictivo. Un compañero ideal para nombres como DOOM o Command & Conquer en esa transición hacia una nueva era del juego en PC. Antes, las editoras ya dudaban a la hora de respaldar el rol de la vieja escuela, el de nombres como The Bard’s Tale, Wasteland o Ultima; pero tras ver cómo Diablo se acercaba a los dos millones de copias —terminaría vendiendo cuatro veces más que Fallout—, la sentencia parecía incluso más firme.

Diablo (1996)

En BioWare no permanecieron ajenos al fenómeno, y algunas voces dentro del estudio también querían crear algo más ágil. Pero otros, incluyendo el antes citado Muzyka, eran más reticentes, así que llegaron a un acuerdo: la pausa táctica, un modo para detener la acción y elegir comandos meditando cada paso, pero de uso opcional para preservar un ritmo más ligero. No sería la única transformación de un juego que al principio no se llamaba Baldur’s Gate, ni estaba ambientado en el universo de Dragones y mazmorras. Aunque incluso en sus primeras fases, cuando el proyecto respondía al nombre de Battleground: Infinity, daba más importancia al multijugador y se basaba en un batiburrillo de mitologías clásicas (egipcia, griega, nórdica, etc.), la intención de BioWare ya era construir una experiencia con combate táctico que requiriese planificación y una narrativa cuidada que sorprendiese al jugador.

Aventuras en la Costa de la Espada

Querían personajes interesantes, con sus propias motivaciones, no un mundo habitado por NPCs que solo sirviesen a funciones básicas como establecer contexto y comerciar. Eso no era negociable. ¿El nombre o la ambientación? No dudarían en cambiar cuando el destino cruzó su camino con el de Interplay —o, para ser más precisos, con una división interna llamada Black Isle Studios—, que no solo tenía interés en editar, también los derechos de Dragones y mazmorras a mano. Así, el proyecto se rebautizó temporalmente como Forgotten Realms —una de sus campañas— y empezó a integrar tópicos que habían definido tantas partidas de rol de mesa: razas, criaturas, localizaciones. Era un universo familiar, pero recreado de una forma sin precedentes en videojuegos. No al nivel que desplegaría Baldur’s Gate, beneficiado del trasfondo para construir un mundo vasto en escala, pero también mimado en los detalles.

Si bien BioWare aún era una novata en el medio, ya tenía entre sus filas a gente que pronto demostró talento con las herramientas de desarrollo, creando un motor gráfico nuevo (Infinity Engine) que más tarde Black Isle también usaría para construir otros clásicos del rol isométrico como Planescape: Torment o Icewind Dale. Eso tampoco significa que todo fuese como la seda: el diseño se revisó varias veces, y el lanzamiento se retrasó un año respecto a las previsiones iniciales. El resultado, no obstante, hizo valer la espera. Cinco CD-ROMs con decenas y decenas de fondos prerrenderizados que recreaban pueblos, bosques, ruinas y cavernas con realismo, pero también cierta cualidad pictórica, como si el arte que ilustraba las portadas del género hubiese saltado al monitor para que los jugadores se pudiesen mover por él.

Naturalmente, en 2023 ya no impresiona, y su selección de entornos es más mundana que en exponentes posteriores. La suya era una fantasía de relativa verosimilitud, sin ascensiones a ciudades flotantes o descensos a inframundos. Sí había elfos, orcos, arañas gigantes o wyverns —curiosamente, no dragones—; pero Baldur’s Gate no forzaba la ostentosidad. Sumergía en una aventura abierta para embarcarse junto a los aliados reclutados, yendo hacia dónde llevase la curiosidad del jugador o hacia dónde dirigiesen las peticiones de personajes que irrumpían por el camino. Cruzar praderas con animales salvajes y otras criaturas, descansar en las acogedoras tabernas, rescatar a gente en apuros, involucrarse en pequeñas escaramuzas locales... Era la clase de juego que no restaba importancia a las ratas en los sótanos o los bandidos tras los árboles. Era baja fantasía, aunque con ejecución de altura.

Huelga decir que la historia principal estaba ahí, e involucraba tirar de los hilos de una conspiración para descubrir el parentesco del protagonista con el villano antes de detener sus planes de revivir a un dios malvado. Pero años antes de que los asiduos a los debates de internet pudiesen señalar en otros juegos la disonancia entre la prioridad explícita de la trama central y la libertad implícita para ignorarla durante semanas, Baldur’s Gate ya acomodó ambas facetas como parte de una experiencia coherente. Progresar en la historia era importante, pero no tanto porque fuese una misión apremiante para salvar al mundo, sino porque abría más el abanico de opciones y permitía acceso a la ciudad que le daba nombre: la Puerta de Baldur. Una metrópoli costera de gran tamaño, segmentada en varios distritos en los que el jugador podía emplear una fracción importante de las horas de juego totales.

En la Puerta del Baldur, la aventura pasaba de lo rural a lo urbano sin perder la sensación de escala o la capacidad para sorprender con nuevas historias. También ya entonces, BioWare no solo tenía buenos diseñadores, sino buenas plumas. Creativos como James Ohlen y Lukas Kristjanson, con años de experiencia con las campañas nacidas en el papel y jugadas con los dados, fueron los “dungeon masters” encargados de escribir los personajes, planificar las misiones e incluso aplicar las consideraciones necesarias para su sistema de moral. Una mecánica de integración más sutil que en juegos posteriores del estudio, pero con impacto no solo en interacciones puntuales, ideadas para vender que las decisiones tienen consecuencias, también en las misiones disponibles y las dinámicas del grupo protagonista, que podía disolverse o incluso derivar en peleas internas bajo ciertas condiciones.

Compañeros no solo de batallas

La transición desde Battleground: Infinite hacia Baldur’s Gate se cobró el foco en el multijugador, pero fue una decisión que impulsó una de las facetas más elogiadas de BioWare en los años por venir: la importancia de los compañeros. Fuese cual fuese la clase elegida para el avatar del jugador, el apoyo de otros personajes era casi imprescindible para progresar. El juego fue una conversión bastante fiel de las reglas del rol de mesa a un entorno virtual, con distancia de visión limitada, peligrosos conjuros e incluso posibilidad de muerte permanente para multiplicar el riesgo de algunos encuentros. El nivel de dificultad y el factor azar de los dados hacía que cualquier situación pudiese torcerse en cuestión de segundos, así que los luchadores necesitaban rodearse de magos, clérigos o druidas, y cualquier expedición estaba incompleta sin un ladrón que desactivase trampas y abriese cerraduras.

Con un práctico sistema para seleccionarlos y asignarles acciones, deudor de sagas de estrategia como Warcraft, ese componente de cooperación mecánica por sí solo ya servía para distinguir a Baldur’s Gate de Fallout o los solitarios “dungeon crawler” en primera persona; pero luego, además, estaba el trabajo con sus idiosincrasias. Muy sencillo para estándares actuales, pero entonces destacable, y todavía eficiente para que aliados como Imoen, Minsc o Edwin tuviesen personalidad distintiva y no solo atributos útiles en la batalla. Era una faceta ya explorada antes —y mejor— en los juegos de rol japoneses, y desde la propia BioWare incluso citarían a Final Fantasy VII como uno de los principales motivadores para subir el listón en Baldur’s Gate II. Pero algo que ya entonces marcaba las diferencias a su favor era la cómo estos secundarios condicionaban la partida de una forma más orgánica y flexible que en los JRPG.

Cada miembro reclutable tenía su trasfondo, objetivos y alineamiento moral, que podía coincidir o contrastar con el protagonista u otros miembros. El paladín Ajantis, por ejemplo, se acababa enzarzando en combate con otros compañeros si eran de tendencia malvada. Khalid y Jaheira era un matrimonio que solo podía entrar y salir del equipo juntos; y Coran no se resistía a flirtear con las compañeras femeninas —Jaheira incluida—, dando lugar a rechazos con diferente grado de sutileza en la mayoría de los casos. Algunos encaminaban hacia misiones secundarias que solo eran accesibles con ellos en el grupo, pero terminaban abandonándolo si ignorábamos mucho tiempo sus peticiones. Otros incluso tenían intereses opuestos, como los citados Minsc y Edwin: el primero pedía acudir a una fortaleza a rescatar a Dynhaier, que también se unía al grupo; pero el segundo quería acabar con Dynhaier, derivando en peleas con ella y Minsc si insistíamos en juntarlos para ver si acababan congeniando.

Descubrir estas dinámicas era parte de lo que hacía Baldur’s Gate Baldur’s Gate. En su origen —y todavía hoy, claro— el rol de mesa con papel, lápiz y dados no solo era una experiencia cautivadora por el componente fantástico que ponía Dragones y mazmorras sobre la mesa, también por el componente social que aportaban las personas que se sentaban a jugar alrededor de ella. Por más que mejorasen los gráficos, la historia o el combate, un videojuego monojugador difícilmente podría capturar la esencia de una experiencia colectiva como esa; pero BioWare se esforzó por acortar las distancias. Baldur’s Gate fue el primero, y por tanto es también el que más delata las limitaciones del formato. Pero desde su secuela hasta Dragon Age: Origins, pasando por la camaradería espacial de KOTOR o Mass Effect, esa ilusión de aventura en compañía que definió su carrera se remonta aquí.

Fue parte de la magia que muchos vieron en su momento. La misma que le valió un 91 en Metacritic y le empujó al terreno del millón de copias vendidas durante su primer año en las tiendas —que serían más de dos a la larga, rivalizando así con Diablo—. La misma que hizo que a Muzyka le entrasen sudores fríos. Por un momento, temió ser incapaz de superarlo, aunque el tiempo se encargase de demostrarle que BioWare no había hecho más que empezar. Baldur’s Gate fue un hito por su cuenta en 1998, pero, tan o más importante, fue la chispa para encender un fuego mayor. Uno que no solo avivarían sus propios creadores al moverse hacia delante con más experiencia, recursos y personal; también aquellos que tomaron notas desde la distancia y aplicaron sus enseñanzas en otros equipos como Obsidian Entertainment o Larian Studios.

Con o sin vista isométrica, con o sin turnos, el legado de Baldur’s Gate fue revalorizar los juegos de rol como experiencias profundas y flexibles. Aventuras inmersivas donde la accesibilidad no estuviese reñida con la cantidad de opciones disponibles o la consideración por las decisiones que tomaba el jugador en base a ellas. Como la historia es caprichosa y tiende a repetirse, la llegada de la primer generación de consolas en HD (Xbox 360, PlayStation 3) volvió a iniciar una transición no tan diferente hacia una nueva era, con productos de consumo más rápido y desarrollo más efectista. No hace falta citar nombres porque es un tema algo trillado y, además, hoy la entrada no va sobre eso. Va sobre Baldur’s Gate, y su capacidad para aparecer y dar un golpe sobre la mesa cuando más era necesario. Fuese en 1998, sea en 2023.

Baldur's Gate III (2023)

Baldur's Gate

  • PC
  • RPG
Primera aventura de la saga Baldur's Gate con perspectiva isométrica, ambientada en el mundo AD&D.
8

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