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RUGBY | MUNDIAL

La final de Mandela

Sudáfrica y Nueva Zelanda reeditan este sábado el partido por el título de 1995, símbolo de la reunificación sudafricana tras el Apartheid.

La final de Mandela
AFP

¿Cuánto tarda en reconstruirse un país? En el caso de Sudáfrica, partida por décadas de opresión sistémica de la minoría blanca sobre la mayoría negra, 1.968 días. Los que transcurrieron desde la liberación el 2 de febrero de 1990 de Nelson Mandela, encarcelado como uno de los cabecillas de la resistencia contra el Apartheid, y el 24 de junio de 1995, cuando Joel Stransky pasó entre palos el drop que derrotó a Nueva Zelanda en la prórroga y dio su primer título mundial a los Springboks.

Esa soleada tarde de verano las tribunas del mítico Ellis Park, en Johannesburgo, la ciudad que encarnó los ‘sueños dorados’ de los colonos bóeres (los padres y abuelos de quienes luego instauraron uno de los regímenes más oprobiosos que la humanidad ha conocido) retumbaron cuando Madiba, el nombre tribal con el que se conocía también a Mandela, bajó al césped. Ya erigido en presidente tras las elecciones de 1994, las primeras libres en la historia del país, fue estrechando una por una las manos de hombres como François Pienaar, Kobus Wiese, Os du Randt, Hannes Strydom, Hennie Le Roux... Todos perfectos prototipos del afrikáner segregacionista, el que le mantuvo entre rejas durante más de dos décadas.

El All Black Jonah Lomu impacta contra Hannie Strydom, tras dejar por los suelos a François Pienaar, en la final del Mundial de 1995.
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El All Black Jonah Lomu impacta contra Hannie Strydom, tras dejar por los suelos a François Pienaar, en la final del Mundial de 1995.

Pero para ese día Sudáfrica ya había captado el mensaje. Dentro y fuera del estadio se escuchó el mismo coro: “¡Nelson!, ¡Nelson!, ¡Nelson!”. Mandela, perfectamente consciente del poder de la simbología, vestía gorra (regalo del citado Le Roux) y polo de los Springboks, a la espalda el 6 de Pienaar. Meses antes había puesto en marcha un plan. Los cimientos del nuevo edificio sudafricano se edificarían sobre el deporte. En concreto sobre el rugby, uno de los blancos para los blancos. Un tótem del Apartheid, venerado por las clases privilegiadas del país y los fascistas de Terre’Blanche, despreciado por los negros, vilipendiado en sus giras por el extranjero y apartado por World Rugby, entonces la IRB, de las dos primeras ediciones del Mundial, las de 1987 y 1991.

Mandela vio en la organización del de 1995 una gran oportunidad para terminar de unir a un país que por momentos había estado al borde de la guerra civil. Se afanó en pregonar su apoyo a los Springboks en apariciones televisivas y en sus visitas a los ‘townships’ (los guetos en los que se apiñaban los negros). Los Springboks ofrecieron resistencia al principio, encarnada en el presidente federativo, Louis Luyt, que en la recincorporación del equipo al panorama internacional unos años antes había incentivado el uso de la bandera del Apartheid y su himno, Die Stem, pero acabaron rendidos al cambio. Edward Griffith, CEO de la SARU, se inventó el eslogan idóneo, One team, one nation (Un equipo, una nación), y Morné du Plessis, el mánager de la selección, propició uno de los momentos definitorios de este proceso.

Se produjo en un hotel de concentración. Allí envió Du Plessis a una vecina suya, Anne Munnik, con el encargo de enseñar a los Bokkes (el apelativo del equipo en afrikaans) a cantar el Nkosi Sikelel’ iAfrika, el nuevo canto nacional en xhosa, la lengua bantú mayoritaria entre los sudafricanos negros. “Y cuando cantaron lo hicieron con profunda emoción”, recordó en su día Munnik, conmovida por la escena que tuvo lugar al final de la clase. Se le acercaron Kobus Wiese (1,99, 125 kilos), Hannes Strydom (1,99, 115) y Balie Swart (1,85, 112) y le pidieron entonarlo una última vez. “Empezaron despacio, pero con pasión en las notas altas. Lo cantaron tan lindo... Los otros jugadores les miraban con la boca abierta. No había chistes. No había risas. Solo miraban”. Por arte del deporte, la inmensa brecha que durante años había fracturado a la nación más próspera de África empezaba a cerrarse.

Los blancos parecían ganados para la causa, pero aún había reticencias en cierta parte de la población negra. Antes de la semifinal contra Francia, Mandela fue a KwaZulu-Natal, uno de los territorios en los que el Apartheid alcanzó su máxima expresión. Se plantó delante de miles de incrédulos con su gorra verde Springbok y les dijo: “¿Ven esta gorra? Hace honor a nuestros chicos que mañana jugarán contra Francia”. Le abuchearon, pero siguió: “No sean miopes, no se dejen llevar por la emoción. La reconstrucción nacional significa que todos tenemos que pagar un precio, de la misma manera que los blancos tienen que pagar su precio. Por abrir los deportes a los negros, ellos están pagando un precio; para nosotros, apoyar al equipo de rugby es pagar un precio. Eso es lo que debemos hacer”. Y el mensaje caló.

El día de la semifinal una lluvia torrencial inundó el Kings Park de Durban. De no poder jugarse el partido, el billete a la final sería para Francia. Se aplazó el inicio, y una muchedumbre saltó al césped armada con escobas para drenar el agua. Muchos de sus integrantes eran mujeres negras.

El ala francés Émile Ntamack intenta una patada a seguir en un Kings Park anegado durante las semifinales del Mundial de 1995.
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El ala francés Émile Ntamack intenta una patada a seguir en un Kings Park anegado durante las semifinales del Mundial de 1995.

Un apretón de manos histórico

¿Cuánto puede simbolizar un apretón de manos? En el caso de Sudáfrica, nada más y nada menos que una nueva era. La estrenaron Mandela y Pienaar, sobre el podio en el que el flánker y capitán de los Springboks acababa de recibir la Copa Webb Ellis tras el triunfo en la final ante Nueva Zelanda. Sus pulgares se entrelazaron y Mandela le dijo a Pienaar: “François, gracias por lo que has hecho por este país”. “No, señor, gracias por lo que ha hecho usted por este país”, respondió Pienaar. Y Sudáfrica sanó.

Solo había un jugador negro en ese equipo, el ala Chester Williams. En 2019, cuando los Springboks ganaron su tercer título mundial, fueron 11 de 31, entre ellos el capitán, Siya Kolisi, que con el mismo 6 a la espalda que lució Pienaar en su día fue el encargado de levantar el trofeo al cielo de Tokio, cerrando un ciclo. Este año han sido 14 de los 35 convocados en la lista larga, siete de los 23 citados para la final de este sábado, de nuevo ante Nueva Zelanda. Algunos, con apellidos como Willemse, Hendrikse, Arendse... Símbolo de mestizaje, ejemplo de cómo el rugby enterró en Sudáfrica el enfrentamiento más repugnante que puede darse entre seres humanos, el que se produce por sus diferencias físicas.

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