El rugby como vía de escape
AS presencia un partido en la Prisión de Estremera entre los Madrid Lions y reclusos apadrinados por la Asociación de Rugby Penitenciaria Invictus.
Para llegar a la Prisión de Estremera, oficialmente Centro Penitenciario Madrid VII, hay que tomar la Carretera de Valencia y desviarse por un estrecho tramo, por el que apenas caben dos coches, que se adentra en una planicie. En mitad de la nada, seguramente para dificultar fugas, aparece la mole de hormigón, con su torre de vigilancia dominando todo el perímetro. AS acude allí a un partido de rugby entre reclusos apadrinados por la Asociación de Rugby Penitenciaria Invictus y la Escuela de Rugby Madiba y los Madrid Lions, un equipo con espíritu más lúdico que competitivo que se compone principalmente de inmigrantes, de franceses a chilenos.
La experiencia exige madrugar. Al llegar al penal el sol hace poco que ha asomado en el cielo. Los controles de entrada son estrictos, lo que cabe esperar. No se pueden llevar móviles, ni llaves, ni cartera. Cada vez que una puerta se abre delante, otra se cierra detrás. Una vez en el patio que conecta distintos módulos de encarcelamiento y otras zonas del complejo, la escena no es lo que uno cabría esperar, o al menos no lo que uno trae en la cabeza de las películas. Si no fuera por los barrotes en las ventanas, casi podría decirse que parece un colegio público.
En Estremera, el último centro construido en Madrid, que data de 2008, hay unos 1.000 internos, bastante por debajo de su capacidad total. Cuenta con 19 módulos, dos de ellos de mujeres y uno mixto, este último con un enfoque educativo para presos con delitos relacionados con el maltrato. La capacidad es de unos 100 presos por módulo. De los 600 trabajadores que atienden los diversos servicios de la prisión, entre 42 y 60 se dedican a labores de vigilancia. No van armados y en su relación con los presos durante la visita no se observan tiranteces. El modelo está más orientado a la reinserción que al castigo.
En ese contexto surge hace años el proyecto de Carlos Solla, Jefe de Sección en la Subdirección General de Planificación y Gestión Económica de Instituciones Penitenciarias, servicio dependiente del Ministerio del Interior que administra el sistema de prisiones. Fue él quien creo la Escuela de Rugby Madiba, nombrada en honor de Nelson Mandela, célebre entre otras cosas por usar el rugby como pegamento en la Sudáfrica post Apartheid, ahora reforzada con la ayuda que aportan Mateo Tringolo y Fernando de Fuentes, de Invictus, que ya hicieron algo similar en Uruguay con menores. Funciona de boca a boca entre los reclusos. Los hay veteranos y recién llegados. Más y menos peligrosos a tenor de su historial criminal, porque con el reportero y con los voluntarios se muestran amables y educados, agradecidos por su presencia.
Puede que tenga algo de paripé, ya que esa conducta es obligatoria para formar parte del grupo y estar en él reporta beneficios penitenciarios de cara a futuros permisos, tercer grado, libertad condicional, etc. Pero lo cierto es que en ningún momento el ambiente es hostil. Y choca porque entre ellos hay condenados por homicidio, narcotráfico, robo con violencia... El denominador común suele ser la droga, que todo lo que toca lo pudre, especialmente en entornos desfavorecidos. Casi todos tienen algo que ver con ella. O la vendían, o la compraban, o la vendían para poder comprarla, o mataron para robarla y evitar que se la robaran. Son unos 45, cifra que va y viene porque algunos van saliendo y consiguen rehacer su vida en libertad. Otros vuelven al cabo de poco tiempo con nuevas cuentas pendientes con la justicia.
Mientras están dentro, el rugby les aporta una vía de escape para sus frustraciones, sus traumas, la rabia contenida, quizá la decepción con sí mismos... Quién sabe. Las problemáticas son diversas. Al 15 le cayeron 80 años por entrar en casas con una banda organizada. El 22, metido en el narcotráfico, participó en un homicidio con su hermano, que anda en busca y captura, y está enganchado a los opiáceos. Los había dejado, pero una lesión en el codo le ha devuelto a la casilla de salida. Al 2, con una discapacidad intelectual, le maltrataban en el módulo en el que estaba, y en el equipo le han abierto los brazos. El 4 se ha pasado la vida entrando y saliendo. Un tatuaje que reza “Rico o muerto” adorna su pecho. El 14 es bereber. Le acusaron de ser el piloto de un cayuco ilegal y le metieron por tráfico de personas. Él asegura que solo intentaba salvar el bote del hundimiento después de que los verdaderos traficantes lo abandonaran. Tiene el cuerpo repleto de cicatrices. Se ha intentado quitar la vida varias veces. Sus nombres, así como sus caras, no pueden figurar por motivos de seguridad en este reportaje.
Se toman el partido muy en serio. “No quiero gritos ni quejas” y “humildad” son algunas de las consignas. Juegan con su propia ropa, con la equipación que les proporciona la escuela. Como el resto del tiempo. Los típicos monos naranjas de las cárceles estadounidenses no existen aquí. El espacio consiste en un rectángulo de tierra con las líneas trazadas por ellos mismos y la escena dominada por las famosas concertinas. Todo transcurre con normalidad, salvo por algún pique puntual que se resuelve sanamente. A uno de los internos no le gusta un placaje en tres tiempos de uno de los Lions y se lo hace saber, para inmediatamente pedir disculpas públicas y ofrecerle un abrazo, lo que le granjea un aplauso unánime. Después se reiterará en el tercer tiempo, con unas cervezas (sin alcohol, por supuesto) de por medio. El tiempo es finito, porque los reclusos tienen que volver a su rutina diaria, que pueden ocupar en trabajar o estudiar. El resultado es lo de menos. Antes de que la reunión se disuelva uno de ellos, Alberto, el capitán del equipo, que está a punto de recuperar su libertad, hace un resumen tan certero como bonito de la experiencia: “Cuando jugamos un partido los muros se vienen abajo. Ya no hay”.