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Pablo, el chico que quiere vivir

Madrid

¡Cómo pasa el tiempo y cómo te traiciona la memoria!  Aunque hay recuerdos que siempre están ahí, que tu subconsciente los aparca para que no te mortifiquen, pero que no se van, que reaparecen aunque quieras pensar que se trata de una simple pesadilla de una noche de exceso en la cena. Pero no. La realidad es tan terca que no repara en tu interés de que todo pase y que acabe con un final feliz que no llega.

Ya escribí que hace casi 18 años que conocí a la familia Ibar en la prisión de Starke, en Florida, donde estaba Pablo, cerca de un pueblo con dos moteles pequeños que en medio de la nada vivían de las visitas a los presos. Cándido, hermano de Urtain, José Manuel Ibar, un ídolo de mi niñez por su extraordinaria fortaleza, primero como levantador de piedras y luego como boxeador, no podía negar que era un vasco, de caserío, un pelotari que se había quedado en Estados Unidos, con unas manos poderosas y huesudas, con la cara marcada de surcos de dolor y cansancio por tener que viajar cada dos semanas doce horas en coche para animar a su hijo, a mantenerle vivo, a que no perdiese la esperanza.

Pablo, entonces, aún no había cumplido los 30, y en un chiscón de dos metros cuadrados, él encadenado de pies y manos (para mi seguridad, decían), y yo con papel y bolígrafo, y con una cámara de fotos que habían examinado tres encargados diferentes de vigilar la paz en aquella prisión de máxima seguridad, hablamos de todo, de lo que tenía preparado como discurso oficial, y de lo que no. Sin perder el tiempo que no teníamos ajustados a una hora de reloj. Más no, más no se podía.

Aquel Pablo Ibar quería ser español, como su padre, y pretendía demostrar que era inocente
para volver al País Vasco, de donde estaba recibiendo una gran ayuda, tanto moral como económica. Y además, deseaba tener la mente despejada y no descuidarse. No quería ser como los otros compañeros que veía, entregados a la muerte en vida sin interés por algo que no fuese vegetar.

Cada día Pablo seguía unas rutinas deportivas para mantener estado físico, porque sabía que si se descuidaba sería uno más, una piltrafa humana señalado para esperar un final sin salida. Y no, él tenía otros sueños para la familia Ibar. Se negaba a tomar aquella pócima que les servían los funcionarios de la cárcel por la noche  porque era “el brebaje de los locos”, decía Pablo, y rechazaba vivir drogado, en una nube sin sentir ni padecer.

Al conocer este invierno la última sentencia recuperé la memoria, nítida la hora de reloj en la que exprimimos una vida. Me dolió en el alma aquel culpable escrito por el jurado, porque aunque en mi condición de periodista sÉ que todas las historias tienen dos caras, yo quería que aquel chico estuviese ya en la calle, a punto de cumplir los 30 años, con el vigor de la edad dispuesto a vivir a cien por hora el resto de su vida.