World Series 2003: Josh Beckett destroza a los Yankees
Los Florida Marlins ganaron una improbable Serie Mundial gracias a una actuación magistral de su talentoso lanzador.
Una tarde de humedad atronadora, típica del periodo de los huracanes en el Sur de la Florida, me dirigí al Pro Player Stadium para observar en vivo al conjunto local que se medía a los Expos de Montreal. He revisado los datos de aforo de aquel encuentro del día 29 de agosto del año 2003. Fuimos 12.000 aficionados, quizás algo menos, en un ambiente bastante decepcionante. Muy poca gente llenaba la grada pero los presentes hacían mucho ruido. Eran aficionados de verdad. De los pocos que habían y que hay en Miami. El combinado dirigido por Jack McKeown estaba protagonizando una espectacular cabalgada. Desde que, a final de primavera, el anciano entrenador había tomado las riendas de los peces, el rumbo de la organización de la Florida había sufrido un dramático vuelco. Sin embargo, los Bravos de Atlanta estaban volando y la única opción para meterse en la post temporada pasaba por intentar atrapar el comodín (en la época había solo una Wild Card). Muy pocos lo creían posible.
La barrida encajada en Pittsburgh a la víspera de la serie contra los canadienses había estrechado la caza en pos del cupo para retrasar las vacaciones. En el mes de septiembre todos hubiesen imaginado que la experiencia de otros equipos más titulados hubiese podido marcar la diferencia y condenar a los Marlins. Florida arrancó mal contra los Expos en un escenario que un tremendo chaparrón contribuyó a hacer aún más melancólico. Tuve que encontrar cobijo en una de las tiendas interiores de la estructura donde recuerdo haber visto un intento fallado de robar una base por parte de Luis Castillo atreves de una pantalla mientras compraba una camiseta de Dontrelle Willis, una de la sensaciones de aquel verano. Terminado el aguacero, volví a tomar mi asiento. Aprovechando de la enorme cantidad de butacas vacías casi me puse a un metro del banquillo sin que nadie me molestara. Mientras tanto los locales resucitaron y ganaron gracias a una remontada hilvanada por Juan Encarnación y Derrek Lee y definida por el pinch hitter Banks. El día siguiente, ya bajo un sol que ardía, volví al recinto. Un latigazo de Juan marcó la diferencia. Curiosamente el dominicano golpeó un disparo de Liván Hernández, héroe del primer anillo de la historia de los Fish. Pese a los apuros de la última entrada, el conjunto anfitrión ganó el segundo partido contra los canadienses en camino de un sweep. Había empezado la parte decisiva de una carrera que los peces acabarían un mes más tarde con la conquista del comodín, tras una victoria contra los Mets.
¿Cómo este había sido posible? Primero una asombrosa rotación de abridores. El talento de Josh Beckett es uno de los más puros que he podido admirar en la primera década del nuevo milenio. Brad Penny fue un portentoso pitcher por su variedad de armas con las cuales se enfrentaba a los contrincantes. Sabía mesclar los efectos, incluso una curva magistral, a una bola rápida que en muchos momentos era casi inalcanzable. A ellos se añadió las precisiones de los estiletes de Carl Pavano, un auténtico luchador, que podía quedarse encima del montículo a lo largo de nueve entradas y nunca rendirse manteniendo sus compañeros vivos, con opciones de ganar. Luego estaba la experiencia del zurdo Mark Redman, junto al joven previamente mencionado, Willis. El nativo de Alameda, California, disponía de un lanzamiento con rosca slider que literalmente enmudeció a cada bateador de la Liga Americana. Ellos beneficiaron de la labor de un inmenso cátcher, Iván “Pudge” Rodríguez. El boricua cuajó una temporada de ensueño y fue el catalizador de aquella plantilla.
En ataque destacó el poderío de Lowell, la rapidez de Castillo y Pierre. A ellos hay que añadir el vigor de los bates de Derrek Lee y Juan Encarnación que conocieron el cenit de sus respectivas trayectorias. La otra increíble sorpresa de aquel verano fue Miguel Cabrera, que salió del equipo granja Carolina Mudcats, como Willis, y se convirtió en un pestañeo en estrella. Su delicioso talento en la caja de bateo, unido a una inconciencia y osadía típica de los grandes, marcaron la diferencia. Él fue la guinda en el pastel. Cabe subrayar el hecho de que Willis y Cabrera saltaron a competir a la MLB desde un conjunto de Doble AA. Cuando en las oficinas se dieron cuenta que se podía competir para algo grande fueron fichados Ugueth Urbina, que ejerció de setup man y, en la post-temporada de closer, y Jeff Conine que, volvió a su primer amor que ya había conducido al título del año 1997. Llamativo el hecho de que Urbina fue canjeado con el mexicano Adrián González, hoy estrella en los Dodgers.
Llegados a octubre, nadie quería apostar ni un duro sobre el equipo de Florida. Tenían muy poca experiencia a este nivel de exigencia, sin embargo, los quinielistas habían desestimado a un mecanismo oleado que marchaba de maravilla, al que le sobraba calidad y que tenía muy pocas presiones. Y gran carácter. Tras una dura derrota en el primer encuentro de las NLDS contra los Gigantes de San Francisco, algo que hubiera podido matar a unos chicos con poca destreza a semejante alturas del curso, los Marlins empezaron a ametrallar sin miramientos y destrozaron los sueños de Barry Bonds ganando tres juegos consecutivos. Se engrandaron en el hecho de saber ejecutar sin miedo cuando lo imponía el partido. Virtud fundamental en los playoffs. Los tres triunfos seguidos contra el conjunto de la bahía lacraron el derecho a jugar la Final de la Liga Nacional. En frente aguardaban los Cubs que habían estado capaces de doblegar en 5 tensísimos encuentros a los Bravos de Atlanta, dominadores de la regular season. Los representantes del área noble de la metrópolis del Estado de Illinois presumían de la presencia de Mark Prior y Kerry Wood dos lanzadores sensacionales que estaban en los mejor momentos de sus carreras. Además, la rotación contaba con un exuberante y emocional Carlos Zambrano, mientras que en ataque Aramis Ramírez y Moises Alou, esté ultimo héroe del anillo de los Marlins en 1997, asumían la responsabilidad de remolcar carreras. Sin embargo, era un equipo envenenado por una maldición. Y en aquel octubre más que nunca los aficionados empezaron a creer en serio en los castigos divinos.
Los Cubs se pusieron 3-1 ganando dos encuentros en Miami. Sin embargo perdieron el primer Match Ball estrellándose contra un divino Beckett en el quinto encuentro. Había sido hasta aquel momento una serie emocionante con dos partidos que habían necesitado los extra-innings. El sexto episodio, sin embargo, trascendió el deporte y llegó a lo más místico, incrustándose en la leyenda. Recuerdo muy bien que los Cubs iban dominando el marcador, en cambio, los Marlins iban completamente perdidos. Las miradas de sus jugadores hacía el vacío transmitía la sensación de que su sueño estaba a punto de finalizar. Sin embargo, una premonición me aconsejó no apagar el televisor cuando ya eran las 4 de la madrugada en Europa. Quería ver si realmente se hubiese acabado la maldición, y como lo hubiesen celebrado. Como hubiesen despedido a The Curse of Billy Goat. Casi como si mi mente perversa quería ver de que manera los Cachorros hubiesen conseguido perder el partido. En el mítico Wrigley Field no cabía ni un alfiler y muchísimas gente vio el partido en la calle adyacente al recinto, West Waveland Avenue. Todos estaban listos para estallar en júbilo.
El octavo inning de aquel encuentro sigue siendo hoy en día una pesadilla para cada aficionado de los Cubs. Duró casi 30 minutos en los cuales se destellaron todas la posibles crueldades que pueden azotar y matar a una fanaticada. El chivo expiatorio fue Steve Bartman. Este hombre, que desde aquel día acabo de vivir una existencia normal, obstaculizó, sin quererlo, a Moises Alou que intentaba atrapar una pelota que hubiese significado la segunda eliminación de la entrada. Alou se enfadó muchísimo. En aquel preciso momento los del North Side perdieron. Sin embargo, tuvieron otras oportunidades para bloquear la remontada de los visitantes. Inolvidable el gravísimo error de Alex González, que con un doble juego hubiese podido cerrar la entrada. Psicológicamente todo se había acabado. La luz se había apagado, Florida acabó marcando 8 veces, forzando el decisivo séptimo encuentro que acabarían ganando.
De una manera inverosímil el equipo de Florida se había metido en las World Series. Contra los Yankees. Ellos también habían protagonizado una célebre final, logrando el pennant en unas circunstancias inconcebibles. En la American League fueron verdugos de los Red Sox que tuvieron ellos también que rendirse a su maldición. En este caso no fue culpa de Bartman, sino de Grady Little que sin explicación, probablemente ofuscado por el fantasma de Babe Ruth, dejó en el montículo a un fundido Pedro Martínez cuando los bostonianos iban dominando el encuentro a falta de 5 eliminaciones. Los Yankees consiguieron empatar, despedazando a Martínez y ganaron gracias al famoso jonrón de Aaron Boone. Curiosamente, a partir de la siguiente temporada, los Red Sox acabaron con su espectro y se convirtieron en el equipo más exitoso del nuevo milenio. No obstante, la pena sobrenatural que atenaza los Cubs, todavía persiste. A ver este año que se inventará el destino para quebrar la fe de los chicagoanos.
El primer juego fue marcado por una soberbia actuación por parte de los lanzadores de Florida. Penny y sus relevos bloquearon el ataque neoyorquino. Juan Pierre se encargó de marcar la pauta en ataque. Anotó la primera carrera y remolcó la dos que resultaron decisivos en la quinta entrada. El día siguiente un jonrón de tres carreras de Hideki Matsui y un Andy Petitte magistral regalaron el empate a los Bombarderos del Bronx antes de que la serie se mudara rumbo al calor de la Florida. Allí los neoyorquinos consiguieron dominar el campo de los anfitriones gracias a un colegiado bastante permisivo que borró una colosal actuación de Beckett. El cuarto partido cambió definitivamente el destino de la Serie Mundial. Florida, otra vez capaz de ponerse por delante en el marcador, se iba encaminando hacía la victoria cuando los Yankees en la novena entrada consiguieron empatar. En aquel preciso momento los chicos entrenados por Joe Torre sujetaban la navaja por el mango pero en la undécima entrada desaprovecharon una ocasión de oro y no finiquitaron la batalla. Pasado el peligro los de Florida triunfaron en la siguiente entrada gracias al fabuloso y proverbial jonrón de Alex Gonzalez empataron la serie.
El día siguiente Brad Penny se encargó otra vez de bloquear a los Yankees mientras que los Marlins siguieron siendo una zozobra para el veterano David Wells. Se repitió, con más énfasis, lo visto en el primer partido. El desafío otoñal regresó a Nueva York con los Fish a un partido del milagro. Jack McKeown adivinó la pieza, fue jaque mate a Joe Torre. El mariscal, que se convirtió el hombre más mayor en ganar un anillo, encontró el color para la pincelada conclusiva que habría finalizado un lienzo destinado a ser enmarcado en uno de los museos más prestigiosos. Optó por Josh Beckett, que volvió al montículo tras solo tres días de descanso. Y el tejano respondió con una de estas conductas que se convierten en un clásico nada más terminar. Josh pasó a la épica sin transitar por la historia. Protagonizó nueve entradas memorables que fascinaron también a los aficionados locales, desesperados por ver tanta impotencia en los bates de sus ídolos. El mismo lanzador se encargó se recoger la última pelota bateada cerca de la raya de la primera base por Jorge Posada y, finalmente, tocó el cátcher portorriqueño sellando personalmente su obra maestra. El frío fue improvisamente insoportable para los del Bronx que se retiraron hundidos en el vestuario bajo la mirada incrédula de todo el mundo que aún más sorprendido observara como Beckett y sus compañeros saboreaban un triunfo tan grande cuanto inimaginable.
Aquel equipo bailó un solo otoño. Muchos se fueron en los siguientes años. Miguel Cabrera se confirmó como una estrella absoluta, sin embargo, nunca con los Detroit Tigers logró otro título mundial. A Michigan se fue también Pudge. Beckett y Lowell fueron piezas fundamentales en el título de Boston del año 2007. Otros nunca jamás volvieron a semejantes alturas. Los Marlins desde aquel mágico 2003 nunca pisaron el diamante para jugar un partido de post temporada. Este año tienen opciones, pero la hazaña que acabamos de recordar parece que sucedió hace una eternidad. Los Yankees nunca volverán a jugar una serie Mundial en el viejo estadio. Sí ganaron en el año 2009, el único laurel que ostentan del 2001 hasta hoy. Y, en este curso, solamente la matemática le otorga posibilidades para jugar en octubre.