Willie Mays y la atrapada más famosa en las Series Mundiales
La estrella de los Gigantes revolucionó el beisbol y ejecutó con su estilo exuberante una de las jugadas más recordadas de la historia.
Era una tarde soleada en el norte de Manhattan del año 1954. Los últimos flechazos de un verano emocionante y épico se asomaban entre las añejas gradas del inolvidable Polo Grounds, donde los adorados Gigantes batallaban contra los Indios de Cleveland en pos de su Ítaca. El combinado neoyorquino se desafiaba a un conjunto de fenómenos que habían producido una temporada titánica desvaneciendo las ambiciones de los Yankees que, tras cincos triunfos consecutivos, no pudieron volver a actuar en su marco favorido, el Clásico de otoño. El primer encuentro fue tenso, reñido, los protagonistas actuaron sin margen de fallo. El equilibrio se hubiera podido romper por un desacierto o una proeza, por una jugada de engaño o una gesta milagrosa.
La octava entrada empezó con los contrincantes empatados a dos carreras y el lanzador titular de los locales, Sal Maglie, todavía encima al montículo cuando repentinamente la situación empezó a naufragar. Los Indianos pusieron un par de corredores en las bases sin que los Gigantes registrasen alguna eliminación. El manager del combinado de Nueva York, Leo Durocher, salió desde el banquillo y con un gesto nervioso y angustiado apuntó su dedo hacía el bullpen. El esfuerzo del abridor se había acabado. Se precisaban de otras cartas para quedarse en la pugna. Había llegado la hora de un zurdo, Don Liddle. Su única misión era la de evitar que el barco se hundiese por la inminente marejada.
Se presentó al plato Jim Wertz, hasta ese punto perfecto en sus tres previas apariciones. Con dos bolas y un strike las opciones del relevo neoyorquino estaban bastantes limitadas. Liddle cayó en la trampa y desde su mano disparó exactamente el lanzamiento que estaba esperando su tórrido e impetuoso rival. La primera base de los Indianos giró despiadadamente su arma en búsqueda de El Dorado. El bate chocó duramente contra la pelota la cual despegó hacía el cielo rumbo al enorme jardín central del coliseo. Un hombre de piel de ébano y movimientos armoniosos, con su gorro estrecho que no encajaba perfectamente en su cabeza, empezó a correr. Con la misma velocidad con la cual una pantera sale a cazar su presa y la persigue hasta que no la tiene en su dentadura.
El numero 24 tenía que atrapar esta pelota que en muchos parques hubiese significado jonrón. En el Polo Grounds quizás hubiese otorgado un triple y, más concretamente, un par de carreras. Este muchacho de 23 años alcanzó milagrosamente la pelota y la atrapó con un prodigioso, sobrenatural movimiento prácticamente a ciegas. Dando su espalda a la bola, estiró su brazo izquierdo a la altura del pecho para que su guante llegara lo más lejos posible, así que el esférico se quedó enjaulado como si se hubiese colado en una canasta. El narrador Jack Brickhouse, asombrado y alucinado, sentenció: “Creo que acabamos de testimoniar a una ilusión óptica”. El jardinero central, en el tiempo de un chispazo, tiró con acierto inmejorable la pelota hacia el diamante. Lo único que pudo hacer el corredor de los visitantes fue obtener la tercera base.
La labor de Liddle se había acabado con tremendo y ansiado excito. Bajando del montículo, con formidable sentido de humor se dirigió a su sustituto:” ¡Bueno, he eliminado a mi chaval!”. Grissom, el nuevo pitcher, regaló un boleto pero ponchó a los dos siguientes bateadores para cerrar la entrada. El momento que cambió el curso de la historia fue bautizado “The Catch”, la atrapada. Willie Mays con su prodigiosa hazaña, puso las alas a los suyos encarrillándolos hasta el anhelado anillo. El partido se acabará con un cuadrangular del pinch hitter Dusty Rhodes. La serie pasará a los anales como una tremenda barrida de los representantes de la Liga Nacional sobre unos rivales que eran los favoritos.
Willie Mays nació en el área metropolitana de Birmingham, Alabama, en el más recóndito sur de los Estados Unidos. Un lugar que en el mundo quedaba segundo solo a Sudáfrica en la espantosa e infernal clasificación de la segregación racial. Se crió en el seno de una familia con discretas posibilidades económicas. El padre trabajaba en una cercana fábrica de hierro lo cual podía garantizar a su familia una decorosa vida, no obstante, hay que contextualizar todo en el inquietante y vergonzoso marco de la separación entre los blancos y los negros. Su madre fue una estrella en el equipo de baloncesto de su instituto y también estuvo a punto de representar a Estados Unidos en certámenes internacionales de atletismo. El padre era un jugador amateur y gran aficionado del beisbol.
Willie Mays heredó de sus progenitores genes de deportistas. De allí que empezó a competir en todo lo que podía. En inverno destacaba en el baloncesto y en el fútbol americano, mientras que en verano brindaba heroicidades en los calientes estadios locales. Su cuerpo elástico y ágil, le permitió desarrollar una multitud de virtudes que, posteriormente, le proporcionaron triunfar en las Grandes Ligas. Su estilo pletórico y poliédrico cautivó a los aficionados de todo el país. Tenía la aspiración de llegar a ser el mejor no por espiritu de revancha sino por el sencillo e indudable amor que sentía por su juego favorito.
Su carrera como profesional empezó en la Negro League. Después de que Jackie Robinson abatió las barreras raciales, fue firmado por los Gigantes de Nueva York que tenían como próximos rivales nada más y nada menos que los Dodgers de Brooklyn del mismo JR en la Liga Nacional y los Yankees en la Liga Americana. Si Robinson desplomó los prejuicios del racismo, Mays derrumbó las vallas del beisbol tradicionales introduciendo en la MLB todas las peculiaridades de la Negro League interpretadas con su inopinada pulcritud. Su estilo pionero le consintió ser recordado como un visionario.
Se estrenó en el año 1951. Empezó sin golpear ni un hit en sus primeros 12 viajes al batting box, pero no le se agarrotaron las piernas. Se mantuvo concentrado, alentado también por las palabras de su entrenador y a la decimotercera oportunidad llegó a golpear el primer latigazo de su carrera. Esta misma temporada terminaría llevándose el galardón como mejor matricula, pese a registrar una de sus peores campañas en términos numéricos. En el ‘51 destacó un épico duelo entre los Gigantes y los Dodgers que llegaron a batallar en la serie de desempate que hubiese determinado el rival de los Yankees en las World Series. Los Giants terminarían llevándose en el partido decisivo con el legendario jonrón de Bobby Thompson que pasó a las memorias como el “disparo que todo el mundo oyó”. Primera temporada y primera serie Mundial para Willie que, sin embargo, no destacó particularmente y tuvo que encajar una amarga derrota frente a los enemigos ubicados en el norte del Rio Hudson. Un sin sabor que se arrastró por mucho tiempo porque el año siguiente empezó la Guerra de Corea y Mays fue alistado en el ejército. Pasó casi dos años en un centro en Virginia donde, paradójicamente, pudo jugar muchísimos al beisbol para volver más fuerte que nunca para la campaña del año 1954.
En ataque reunía un inimaginable poderío y estilo al momento de batear con una descomunal capacidad de correr entre las bases. En defensa cubría magníficamente la enorme pradera de su querido Polo Grounds. Por si fuera poco, tenía un imán en lugar de un guante y un brazo fino como una espingarda. Era un jugador total, uno de estos "5-tool player" que tanto enloquecen a los ojeadores. Por esta razón no son pocos los que consideran a Willie Mays como el mejor jugador que nunca haya pisado un diamante. Su desmesurada inteligencia para captar cada situación del juego, su talento caudaloso aliñado por una voluntad de hierro lo portó a ser unas de las estrellas más brillantes del firmamento deportivo. En su segunda temporada en la MLB volvió a disputar el Clásico de otoño y en el escenario más importante exaltó su nivel, protagonizando la jugada que será trasladada a la posteridad como el cuadro y síntesis de su fabulosa trayectoria.
Observarlo jugar era un placer para los ojos, te hacia sonreír, te trasmitía lo que él mismo sentía por este deporte y te mostraba porqué es tan lindo verlo quedándose enamorados. Todo esto contrastaba quizás con su carácter introspectivo, con su capacidad de medir las palabras si el tema se alejaba del “national pastime”. No se veía a sí mismo como a un paladín de los derechos civiles, el simplemente quería que la gente disfrutara de sus actuaciones en el campo. Nunca mostró altanería. La rebeldía y la irreverencia solo eran parte de su manera de interpretar el beisbol.
Se pasó la carrera pulverizando récords. Cuando sus Gigantes se trasfirieron en la ciudad de San Francisco, supo deleitar también a los incondicionales californianos. Sin embargo, en el lejano Oeste conoció otra amarga derrota contra los rivales de siempre. En la Serie Mundial del año 1962 tuvo que rendirse a lo Bombarderos del Bronx. Otra vez en el encuentro resolutivo, en el cual los pinstripes violaron Candlestick Park remolcados por una arrolladora obra del pitcher Terry, nombrado MVP.
Acabó la carrera en los Mets de Nueva York. Allí llegó su ocaso muy cerca de donde todo había empezado. Participó con un rol segundario en otra World Series, solamente para recitar en un par de despistes defensivos. Nada que pudo ofuscar su inmensa fabula. Tan grande que en Venezuela, aún hoy, para referirse a alguien que se está haciendo el tonto, se puede decir “te estás haciendo el Willie Mays”. En homenaje a su talento para robar bases. Quizás esta sabrosa y exótica anécdota nos cuenta muchísimo de lo que supuso su memorable viaje por el mundo del beisbol.