La inexplicable hazaña del pitcher Dock Ellis en la MLB
El lanzador de los Pittsburgh Pirates realizó algo extraordinario en 1970, con el extra de haberlo hecho bajo los efectos del LSD.Yankees - Red Sox en vivo: MLB, en directo
Los rumores y las habladurías en el instituto eran tan frecuentes que llegó un momento en el que nadie dudaba acerca de la habilidad de Dock para jugar al béisbol. Él, sin embargo, se negaba a representar a la escuela en otro deporte que no fuera el baloncesto; allí se desenvolvía con soltura desde la posición de base inundando de asistencias a sus compañeros.
Su afición por el vaso y la marihuana comenzó a forjarse a los 14 años y a los 17 fue cazado bebiendo y fumando en los servicios del Gardena High School. Los rectores del centro utilizaron el hecho como palanca a su favor y acordaron no denunciarle si entraba a formar parte del equipo de béisbol. Era el último año del jovencito Ellis en el instituto y solamente restaban cuatro partidos por disputar. No hicieron falta más, con las citadas actuaciones ya fue elegido en el mejor equipo de la liga escolar.
Sus compañeros de juego de niñez recuerdan vivamente un par de aspectos de cuando Dock lanzaba desde el montículo. El chico lanzaba muy fuerte. Tan era así que algunos de ellos fueron dejando de jugar al béisbol con él para no tener que soportar la irrupción violenta de la bola. Pura jindama.
También repiten insistentemente, un puñado de decenios después de la infancia, cómo caía a plomo la pelota al llegar a la zona de bateo. No era una curva, aquello caía más de repente. Era de locos, dicen. Algunos de los que siguieron la carrera de Dock Ellis decían que el lanzamiento al que se refieren sus familiares y amigos de recreo no era otra cosa que un slider. Dock siempre lo negó. Él tenía cinco lanzamientos y ese que tanta disputa dialéctica sigue provocando era una sliding fastball en palabras del protagonista. Una bola rápida con una majestuosa y acelerada caída al llegar al home plate. Pero ni una curva ni un slider.
El asunto es que Dock Ellis, un muchacho negro de 1,91, duró poco en el Los Angeles Harbor College de su ciudad natal porque las ofertas profesionales comenzaron a nublarle la vista. El mismo año 64 acabaron por seducirle desde los Pittsburgh Pirates a través de un contrato al que anexaban 60.000 dólares extra por firmar con ellos. En ese momento comenzó un lógico itinerario por las Ligas Menores, por las categorías inferiores de los Pirates, que daría con sus huesos en Pittsburgh para debutar en la MLB cuatro temporadas después: el 18 de junio de 1968.
Dock comenzó como reliever aunque pronto fue reprogramado como pitcher titular, el lugar en el que casi cualquier niño estadounidense querría poder transcurrir las dos primeras décadas de su edad adulta.
Dock Ellis fue un personaje de los que deja huella en la gente. Polémico pero muy inteligente. Defensor de los derechos de los negros sin intimidarle el foro en el que manifestaba sus reivindicaciones. Extrovertido y gruñón. Simpático pero errático. Bromista e irritante. Amante del deporte y adicto a las drogas. Ellis era valiente pero también se veía atenazado por el miedo en ocasiones.
En los años 60, cerca de un 85% de los jugadores de la MLB consumían drogas para salir a jugar. Consumían Greenies como quien masca chicle. Greenies era como llamaban a las pastillas verdes cuyo nombre comercial era el de Dexamyl. El Dexamyl era un medicamento con un alto grado de anfetamina que dotaba de un gran poder de concentración a quienes disputaban seis o siete partidos a la semana durante seis meses seguidos. Por eso estaban tan extendidas las Greenies en los vestuarios del béisbol profesional.
Dock Ellis no sólo era uno de tantos habituales de las grageas sino que podía mandarse entre 8 y 15 piezas antes y durante los partidos. Una barbaridad desde el punto de vista médico por más que él siempre justificó a posteriori su ingesta masiva. Defendía la toma de Greenies debido a la efectividad del Dexamyl para aplacar el miedo cerval con el que se subía al montículo cada día de partido. Terror al fracaso y pavor ante el éxito. Fueron doce los años que duró como profesional en la MLB. Desde los 23 hasta los 34 fue alineado como pitcher en 345 ocasiones (317 como titular) y en todas ellas salió a trabajar bajo los efectos del speed.
Durante el mes de junio de su tercera temporada en los Pirates, el equipo viajó a la Costa Oeste para comenzar con unas series de cuatro encuentros ante los San Diego Padres. Dock no debía lanzar hasta el tercer día así que según llegó a San Diego con el resto del equipo, se alquiló un coche y puso rumbo a L.A. para visitar a Al Rambo, buen amigo de la infancia, y a su novia Mitzi. Pasaron doce horas de animada conversación entre tragos, porros y, en el caso de Dock, un quintal de anfetamina. Se hizo de día y el pitcher de los Pirates terminó por acostarse. Se despertó poco después del mediodía y no esperó ni un minuto para tomar LSD, en concreto una dosis de ‘Purple Haze’. Nada fuera de lo común para él en días de descanso. Apenas un rato después se cruzó por el pasillo de la casa con Mitzi que caminaba con el periódico del día en las manos:
- “Dock, se supone que lanzas hoy.”
- “No, Mitzi, mi turno es el viernes,” replicó Ellis.
- “Hoy es viernes, chaval. Te has pasado todo el jueves dormido.” –sentenció la novia de Rambo.
Un sorprendido Dock no se perdió los nervios y pensó que tendría tiempo a que se pasasen los efectos del ácido hasta la hora del choque… hasta que cayó en la cuenta de que apenas disponía de margen puesto que habían programado una jornada doble para ese día y su partido era el primero de los dos a disputarse. En cuatro horas tendría que estar subido al montículo ante 50.000 espectadores. Él estaba en Los Ángeles y el partido era en San Diego pero el LSD no entendía de prisas ni compromisos.
Llegó, por lo visto, al aeropuerto angelino y cogió un avión a San Diego. Pasaron 22 minutos hasta tocar tierra y allí se subió a un taxi que le llevaría al estadio. Conocía muy bien que a esas alturas el ácido no iba a remitir por mucho partido que él tuviera así que decidió ingerir media docena de Greenies. Además, según llegó al Jack Murphy Stadium una conocida joven local le daba la bienvenida con una remesa de Benzedrina, ‘White Crosses’ para más señas. Se tragó unas cuantas y se puso a calentar en un lado de la cancha.
Dock Ellis ya veía borroso poco antes de que llegara la hora de la verdad. En su viaje interior fantaseaba con que se fuera a suspender el partido pero nada más alejado de la terca realidad. Los recuerdos que le quedaron de aquel día no pasan de ser flashes, instantáneas a través de las cuales ha podido reconstruir una jornada particular. Ellis siempre lanzaba surtido de anfetamina, supuestamente más enfocado, más concentrado. Esta vez su cuerpo y su mente estaban a merced del LSD, una droga alucinógena que conocía bien pero que nunca había consumido en día de trabajo.
Comenzado el choque, la pelota le parecía a ratos como un balón de volley y a otros como una bola de golf. No sabía a quién se enfrentaba; distinguía a duras penas si el rival bateaba como zurdo o como diestro. Por fortuna contaba con un cátcher de lujo: Jerry May. May le conocía tan bien y sabía tanto del oficio que no necesitaba que Dock respetara siempre el lanzamiento indicado por sus señas. Era capaz de reaccionar al instante y hacerse con la bola. Ellis tenía dificultades para ver a Jerry en cada lanzamiento pero el receptor llevaba los dedos vendados con cinta reflectante para facilitar el paso del trance. El increíble cóctel de Purple Haze, Greenies y White Crosses impedía reconocer el presente ni prever el futuro inmediato a un Dock Ellis que iba, mal que bien, cerrando sus entradas sin hit alguno en contra. Él no sabía ni qué decía el marcador ni cuántos turnos le quedaban para terminar, era un zombi. Eso sí, tenía claro que estaba siendo efectivo pero errático. Había mandado a ocho bateadores por bolas a primera base, golpeado a otro con un lanzamiento y había llenado las bases en un par de ocasiones. Aun así, estaba lanzando en la séptima sin hits.
Ni siquiera que un novato como Dave Cash le advirtiera en la sexta de que iba camino del no-hitter –sin caer en la cuenta de que se considera que haciendo eso se puede gafar al pitcher- afectó a Ellis. Él prefería detenerse en limpiar los clavos de sus botas entre entradas y no cruzar la mirada ni conversar con nadie. Todo fruto del colocón.
Los dos home runs solitarios de Willie Stargell parecían suficientes para asegurar la victoria de los visitantes antes de que Ellis entrara a lanzar la novena. Pero, ¿podría el joven angelino mantener su casillero de hits a cero en tan lamentables condiciones?
Se deshizo de Cannizzaro al capturarle la bola al aire Matty Alou, el CF. Después Al Oliver recogió una del suelo para pasársela al propio Ellis que acabó con Van Kelly en primera base. Una más, sólo una más y pasaría a los libros de historia.
Dock Ellis se puso frente a Ed Spezio y mascó su enorme bola chicle con mayor profusión que nunca. Era el mayor de los intimidadores de la liga y los bateadores lo sabían. Comenzó a lanzarle hasta que llegaron al límite de la cuenta: 3 bolas y 2 strikes. Ellis se quedó mirando a Spezio y consiguió que su rival hiciera la estatua. ¡Strikeout mirando!
Todo el banquillo de los Pirates salió disparado a felicitar y levantar en hombros a Dock Ellis. ¡Lo había logrado! Entre los efusivos compañeros que hicieron que la cabeza del lanzador diera más vueltas aún de las que ya sufría por el atracón de ácido y anfetamina, estaba el que fue su primer compañero de habitación cuando había llegado a Pittsburgh, todo un mito del béisbol: el después malogrado Roberto Clemente.
El no-hitter de Dock Ellis fue el 174º de los sólo 294 que han tenido lugar en los últimos 139 años (desde 1876 a 2015), y el único logrado por alguien que hubiera consumido ácido lisérgico poco antes de subirse al montículo.