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New England Patriots-Indianapolis Colts

Cuando el Tom-Peyton era el mejor partido del año en la NFL

Durante la primera década del siglo XXI, la NFL tuvo la suerte de albergar una de las rivalidades deportivas más grandes de la historia del deporte.

16 de enero de 2005. duelo divisional entre los Patriots y los Colts. Carrera de Corey Dillon. Football irrepetible y en estado puro.
Mike SegarREUTERS

Si has llegado a la NFL después de 2010 no vas a entender lo que te voy a contar, ni lo que te has perdido durante una década maravillosa en la que sucedió un milagro: el Patriots-Colts o Colts-Patriots, que tanto monta, monta tanto. El partido más esperado. Incluso por encima de cualquier Super Bowl, porque en el último vals no podían coincidir ambos.

Era un acontecimiento planetario anual. La cita ineludible que todos disputábamos una y otra vez durante la offseason, recordando infinidad de jugadas imposibles y momentos inolvidables. Era infalible porque ambos equipos ganaban perennemente su división, casi como ahora, y se veían las caras por lo civil o por lo criminal. Y lo mejor es que casi siempre nos regalaban una segunda parte en postemporada, que ya era la repanocha. El mundo detenido en su rotación y el aliento contenido durante varios días.

No hay nada comparable. Ni un Madrid-Barcelona, un Red Sox-Yankees, un Boca-River… Nada. Hay que remontarse a momentos inexplicables en los que confluyeron los astros y pusieron patas arriba la lógica, para que los que tuvieron la suerte de vivirlos, lo hicieran con la certeza de que podrían contárselo a sus nietos y sentir sus caras de admiración: “¡¡¡El abuelo vivió los Tom-Peyton!!! Como pudo suceder con los Frazier-Ali, los Celtics-Lakers de Magic y Bird, los Nicklaus-Palmer, y quizá los Messi-Cristiano de los últimos años…

Yo puedo decirlo. He visto todos los Brady-Manning. Pero los de verdad. Esos en los que uno lucía una herradura en el casco y el otro su patriota de siempre. Porque cuando los Broncos heredaron el papel, las cosas ya no fueron iguales por mucho que El Padrino 2, o incluso el Padrino 3, fueran dignas herederas de una obra maestra.

A lo largo de los años el debate era interminable. ¿Quién es mejor de los dos? Y cada año se reunían en una noche mágica para retroalimentar la cuestión, aumentar las inquinas y dar más razones a unos y a otros en su empeño de creer que poseían la verdad absoluta. Pero la realidad era que más allá de balanzas y balances, dos seres irrepetibles se daban cita en el mismo emparrillado para demostrar que la perfección es posible, y que tiene múltiples caras. Porque otro de los hechos milagrosos que se repetía cada año, en cada cita, era que siempre se colmaban todas las expectativas. Y el partido, efectivamente, acababa convirtiéndose en el más memorable de la temporada.

Tom y Peyton, Peyton y Tom. Con los aguafiestas de siempre repitiendo año tras año las mismas historias de que los quarterbacks nunca juegan frente a frente, que los duelos entre ellos son mentira, que el football es un deporte de equipo, que los Reyes son los padres y el espíritu de la Navidad una milonga. Pero todo eso no es cierto. Yo he visto a Tom y a Peyton frente a frente en el campo, sin nadie haciéndoles sombra, luchando en una batalla personal año tras año en la que ellos eran lo necesario y el resto lo accesorio.

Football de otra galaxia, sensaciones inexplicables, Belichick bostezando en medio de la carnicería y cuartos downs enajenados. Aullidos de pasión cuando uno lanzaba un pase imposible. Gritos enloquecidos cuando el otro inventaba lo improbable. Sin favoritos, ni colores. Celebrando cada momento, cada jugada de uno y otro, como si ya hubiéramos muerto y estuviéramos recibiendo el premio en el cielo.

Que ahora que lo pienso, el cielo debe ser como un Tom-Peyton infinito con un último drive decisivo tras otro en una sucesión interminable. Y según lo escribo me entran unas ganas irresistibles de ser mejor persona para merecer ese premio.

No intentéis tirar de hemeroteca, ni volver a ver aquellos duelos para redescubrir su esencia. Ya la succionamos toda los que los vivimos en directo. No os dejamos ni una gota. Por eso, los que llegasteis detrás no podréis entender jamás lo que significaba estar toda una semana excitado, con humor cambiante y distraído, con la cabeza en otra parte. Con un sábado en el que el reloj no corría y el domingo entero con una bolsa de papel en la boca, híper ventilando. “¿Y si este año no lo resisto?” “¿Y si el corazón se me para?” “¿Y si no estoy al nivel del partido, ni siquiera como espectador?”

Porque ver un Tom-Peyton no solo era un placer, sino hasta una responsabilidad que no debía tomarse a la ligera.

Y por mucho que busquemos sucedáneos, soluciones para rememorar el sabor de todo aquello, ahora estamos huérfanos y desolados, ante la seguridad de que confluencias deportivas como esas no se improvisan ni pueden ser preparadas con una campaña de imagen. Brotan como un milagro, cuando quieren, y desaparecen del mismo modo. Y nosotros solo podemos sentir que se nos escapan entre los dedos, para pasar a formar parte de los alicientes que lograron darle sentido a nuestras vidas.

El domingo en horario estelar se juega un Patriots-Colts con Andrew Luck ya de vuelta, el ‘deflategate’ en la memoria y los Patriots imbatidos en busca de la perfección. Pero toda la parafernalia solo ha servido para hacerme recordar que hasta hace no mucho, y durante toda una década, el mejor partido de la NFL no era la Super Bowl, sino unos Colts versus Patriots que ya son historia.