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Día 12. Un día de septiembre

Nima me dice que muchas veces ha imaginado qué sería del Nepal sin el Everest (8848m). Y siempre ve a un país ignorado, más pobre aún, sin lugar en el mapa. También me cuenta que se acuerda perfectamente de la primera vez que lo vio y también de la primera vez que lo vieron sus hijos.

Hoy nos despertábamos junto al monasterio de Tengboche (3857m) tras continuar nuestro camino de vuelta. El ambiente era relativamente triste aunque lo disimuláramos con partidas a los dados, canciones y hasta jugando a las películas. La decepción era evidente y aunque no la compartíamos con los demás, todos sabíamos que los demás también la sufrían. Al abrir los ojos sobre las 7.30 continuaba la lluvia. Los monjes paseaban incensarios, paseaban perros y paseaban oraciones. Y mientras preparábamos los macutos seguía lloviendo. A partir de hoy caminaríamos de espaldas al Everest. Ya no había más oportunidades.

La lluvia paró mientras Jose se lavaba los dientes. La niebla se iba disipando mientras Vanesa preparaba el macuto. Un claro se abrió en el cielo mientras Laura se cepillaba el pelo. Ángel se tomaba un café cuando ocurrió. Y todos salimos corriendo, dejando las tostadas a medio untar, despeinados, con la mochila a medias y con la boca llena de pasta de dientes. Y nos quedamos allí mirando. Ayudando a las nubes a moverse como cuando desde el sofá empujas el balón dentro de la portería. Todos juntos y en silencio. Primero fue el Lhotse (8516m) y poco a poco conseguimos abrir una ventana hasta que apareció. Allí estaba el Everest. Al principio sólo veíamos una gran montaña, pero luego alguien llego a reconocer la cima sur. Después alguien señaló el escalón Hillary. Y si seguimos un rato alguno habría visto algún guante perdido. El desayuno se enfriaba y a nadie le importó. No pensábamos movernos de allí.

Después se abrió más el cielo y apareció el Ama Dablam (6814m). Difícil no ver en ella la montaña perfecta. Sus líneas dibujadas por una mano infantil y con las que tantas veces he soñado con Nacho y Paola. Estaba ahí. Con una mirada al cielo podíamos ver la montaña más grande del mundo y la más bonita. En la misma fotografía.

Y después todo se volvió a nublar. Y sin darnos cuenta, éramos felices. Por haber visto un simple montón de piedras y nieve. Un accidente geográfico creado por el choque de dos placas tectónicas hace 70 millones de años. Sólo eso. Una montaña capaz de hacer perder la razón a Mallory, de jugarse el pellejo a Messner, de gastarse los ahorros de toda una vida a cientos de alpinistas, de dejarse la vida otros tantos, de convertir nuestra nostalgia en alegría, de transformar la vida del Nepal y de todo el pueblo sherpa. Y al igual que Nima cuando la vio por primera vez, todos nosotros nos acordaremos de este día de septiembre. En el que vimos por primera vez el Everest.