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Tierra de Aventura

El expedicionario en la sombra

El expedicionario en la sombra

Hace más de treinta años que comencé a escalar en el Karakorum. Desde entonces muchas cosas han cambiado. Esta columna que ahora mismo están leyendo es una buena prueba de ello. Entonces nos llegaban cartas de nuestros seres queridos más de un mes después de haber sido escritas. Eran instantes de una emoción que no se puede transmitir a quienes no la han vivido, que disfrutábamos en soledad dentro de nuestras tiendas.

Algunas de las cosas que han cambiado no han sido a mejor. La masificación y la insolidaridad en montañas como el Everest son algunas de ellas. Pero quizás lo que más nos separa de aquellos tiempos, cuando la aventura era total y te envolvía desde que salías de casa, son las comunicaciones. Estamos conectados en tiempo real y puedes enviar noticias y comunicarte de la misma forma con un amigo, en cualquier parte del mundo, que con tu compañero de cordada en un campamento de altura. Nada de eso hace diferente la escalada, ni las dificultades, ni la exposición ni el compromiso, simplemente la percepción es diferente.

Soy un romántico y creo que la soledad de la montaña y la belleza del paisaje forman parte esencial del sentimiento que rodea toda gran aventura. No necesitamos el ruido, ni la aglomeración ni la suciedad, bastante tenemos ya a nuestro alrededor. Por eso estoy aquí, disfrutando de esa soledad buscada que hace posible ese viaje interior que, nunca como aquí, se hace realidad. Estamos aplastados literalmente por un caudal de informaciones que nos llegan de todas las partes del mundo y por todos los medios. Internet es una herramienta que se ha convertido en una revolución imparable y que no sabemos donde nos lleva.

Depende de nosotros su utilización. Una red de satélites ha hecho posible esa revolución en cualquier parte del mundo, incluidas sus montañas más altas. Y es en este punto donde me gustaría contarles lo que hace diferente esta expedición invernal al Laila Peak, una hermosa montaña del Karakorum, con aquellas otras que organizaba al principio. Antes todas las noches mirabas al cielo, si le veías estrellado te ponías el arnés, te atabas a la cuerda con tu compañero e iniciabas la escalada. Luego todo dependía de tu fortaleza, tu inteligencia y el tiempo que generalmente, en el Karakorum, como dijo Martin Conway, uno de los exploradores de este macizo, “fue normal, es decir, detestable”.

Para venir a enfrentarte al Karakorum en invierno no sólo se necesita algo tan básico en las expediciones de montaña como valentía, un buen grupo humano y un buen equipamiento, sino algo más: una buena estrategia basada en una excelente previsión del tiempo. Y esos pronósticos los tenemos gracias a un buen tipo, José Miguel Viñas, responsable de la página web divulgameteo, que se ha convertido en nuestro ángel de la guarda, un expedicionario más, quizás uno de los más importantes, y todo eso sin moverse de España. Los pronósticos del tiempo, cada vez más precisos, son el mayor avance tecnológico que nos separa de los pioneros, de la época dorada del himalayismo, cuando las expediciones duraban seis meses, las botas eran de cuero y los alpinistas miraban a las estrellas y se encomendaban a su intuición y al azar para acometer una escalada.

Hoy, afortunadamente, nos encontramos refugiados en el campo base, mientras afuera la tormenta ruge y se acumula más de medio metro de nieve en nuestras tiendas. Si no hubiéramos contado con la ayuda de Viñas lo más probable es que ahora estuviéramos en el campo 2 en una situación más que comprometida. Pero desde un principio Viñas nos ha ido “clavando” la situación meteorológica, y de esta forma hemos estado escalando con relativo mal tiempo, abriendo la ruta, instalando los campamentos y porteando todos los materiales para el ataque a la cumbre. Creo que hemos hecho un trabajo eficaz, esforzado e inteligente… pero no hubiera sido posible sin la información detallada de nuestro expedicionario anónimo.

Y esta columna viene a ser un homenaje a Viñas, y a todos los “hombres del tiempo” que, como él, nos hacen la vida menos dura, más llevadera. Hace unos días, con el rigor y seriedad que le caracterizan, nos indicó que, a no más tardar, el sábado por la tarde deberíamos estar en el campo base pues se acercaba una tormenta que azotaría la montaña con grandes nevadas y vientos superiores a los cien kilómetros por hora. Ese sábado nos encontrábamos abriendo huella al campo 2 y con un sol espléndido.

En aquellos tiempos de los pioneros lo normal hubiera sido aguantar en este campamento e iniciar el asalto a la cima a la mañana siguiente. Es decir, ahora mismo estaríamos metidos en una ratonera en el peor lugar del mundo. Por eso ahora, aunque la tormenta nos tenga inmovilizados, con temperaturas siempre por debajo de cero, cobijados en nuestras frágiles tiendas de nylon, rodeados por un metro de nieve, este campamento nos parece un lugar extraordinariamente clemente. Y somos felices. Todo es cuestión de perspectiva. Se lo debemos a nuestro gran hombre del tiempo.