Felix Baumgartner, salto supersónico a la Historia
Rompió la barrera del sonido al lanzarse desde 39.043 metros


Todo se concentró en un segundo mágico, angustioso y a la vez plácido. Precioso. Un segundo que hizo olvidar el márketing de Red Bull Stratos, el desafío a la ciencia y la medicina, el reto tecnológico o las chanzas sobre la posibilidad de éxito. Ese segundo en el que Felix Baumgartner se asomó a la cápsula, vio la curvatura de la tierra revestida de un intenso azul 39.043 metros bajo sus pies y saltó al abismo para romper, por primera vez en un humano, la barrera del sonido en caída libre.
Justo tal día como ayer, 65 años antes, el estadounidense Chuck Yeager, piloto de combate durante la Segunda Guerra Mundial, quebró por vez primera ese límite con el Bell X-1, un avión experimental que siguió los pasos de los aviones-cohete nazis V-1 y V-2. Baumgartner lo hizo sólo escudado en un traje espacial. A los 40 segundos alcanzó los 1.342 km/h. En la atmósfera la velocidad del sonido se logra a 1.243 km/h, y en la estratosfera, por la menor resistencia del aire, a los 1.110 km/h.
Era simplemente un hombre solo enfrentado a lo desconocido. A una barrera como el Polo Sur que alcanzó Amundsen en 1911, o los 8.848 metros del Everest que ascendió Edmund Hillary en 1953. Llámese aventura o deporte. O nada de eso. Pero fue magnético y espectacular. Uno de esos momentos que detienen el tiempo.
El austríaco Baumgartner (53 años) consiguió el récord de salto desde más altura jamás realizado, 39.043 metros desde la estratosfera, superando en 7.710 los 31.333 que había logrado el capitán de la US Force Joe Kittinger en 1960, la friolera de 52 años atrás. Precisamente, Kittinger, un señor sonrosado cabeza del operativo en tierra en Rosswell (Nuevo México, Estados Unidos), fue parte esencial en la misión de Baumgartner.
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A sus 84 años, el héroe Kittinger fue cuidando del otro héroe, ayudándole a chequear cada paso crítico en la maniobra de salida de la cápsula hasta atisbar el vacío. Y en un ejercicio de justicia poética, Baumgartner le permitió conservar el récord de caída libre (4 minutos y 36 segundos), que había establecido su ángel de la guarda al abrir su paracaídas tras 4:19 de vuelo: en total tardó 9:03 en llegar al suelo.
Baumgartner, que antes se había hecho famoso por saltar desde los 452 metros de las Torres Petronas o desde el Corcovado de Río, comenzó el ascenso sobre las 17:30 horas peninsulares. El globo de helio de un delicado material (0,0002 centímetros de grosor, diez veces más fino que una bolsa de plástico) le fue elevando en un tenso paseo de más de dos horas y media hasta la estratosfera, tres mil metros más allá de los 36.000 que había previsto. Un recorrido seguido por cámaras telescópicas desde tierra y de alta definición dentro y fuera de la cápsula presurizada de 1.315 kilos. Lo que algunos veían como la emisión de un suicidio en directo. El helio fue creciendo hasta alcanzar los 850.000 metros cúbicos. El volumen del Bernabéu y casi la altura de la Torre Eiffel. Hasta pararse más allá de los 39.000 metros (39.068, récord para un globo tripulado). Entonces, el pájaro austríaco, que llevaba cinco años preparando el momento, abrió la escotilla. Se permitió un gesto que le humanizó, tocándose con los dedos de la diestra la escafandra, a modo de saludo militar o despedida. Y voló. Fue terrible ver cómo se descontrolaba y entraba en barrena, dando vueltas, con riesgo de pérdida de consciencia y hemorragia cerebral. Pero se equilibró. "El miedo es ahora mi amigo", había advertido. Lo venció. Abrió el parapente y cayó plácido, sobre sus pies, en el páramo desértico. Hincó las rodillas en tierra y medio mundo sintió envidia de él. Del hombre que había roto la barrera del sonido.