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Humboldt, un espíritu necesario

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Ciudades, bahías, cordilleras, cimas, ríos, marismas, reservas biológicas, una corriente marina y hasta un cráter en la luna llevan su nombre. A lo largo y ancho del continente americano, más de mil topónimos honran la memoria de un hombre singular: Alexander Von Humboldt. Esta profusión de bautizos en honor del último sabio universal de su época, a caballo entre los siglos XVIII y XIX, es la mejor prueba de la importancia histórica de este científico, viajero, escritor, diplomático y explorador que elevó la geografía a su definitivo rango de ciencia y sentó las bases de la ecología y la biogeografía. Su vida y su obra se cimientan sobre la incansable curiosidad del científico y la pasión por lo desconocido.

El Museo de Ciencias Naturales de Madrid ofrece estos días una gran exposición sobre este hombre cuya peripecia simboliza de alguna manera los lazos que unen España y Alemania. En 1799, se presentó ante el rey de España para solicitarle un salvoconducto que le permitiese viajar con libertad por el imperio hispano. Y a fe que lo hizo. Ese mismo año fue de los primeros hombres en asomarse al cráter del Teide (cuando éste seguía estando considerado la montaña más alta de la Tierra). Luego dio el salto a Surámérica. Antes que él sólo el padre José de Acosta (250 años antes) había reunido tal compendio de saberes sobre este continente. Tras varios años recorriendo territorios de Venezuela, México, Colombia, Cuba y también Estados Unidos demostrando que además de una insaciable curiosidad tenía un coraje nada desdeñable, Humboldt regresó con un cargamento de conocimientos de valor incalculable. No en vano, había escalado montañas y volcanes, se había adentrado en cursos fluviales nunca antes explorados y se había interesado por plantas, animales y minerales con una curiosidad inagotable.

La figura de Humboldt emerge con toda la fuerza de una figura singular, a la vez símbolo de una época que muere, la del sabio ilustrado universal, y ejemplo de científico de la nueva era que nace. Hizo del planeta su gabinete de estudio. El mismo año de su muerte, 1859, se publicaba una obra que le debe mucho a él: El origen de las especies, donde Darwin -admirador confeso de Humboldt- iba a transformar de raíz el pensamiento occidental. "Intentaré descubrir cómo interaccionan entre sí las fuerzas de la naturaleza... En otras palabras, he de buscar la unidad de la naturaleza", escribió Humboldt y convirtió su vida en una constante búsqueda de ese objetivo. Su valor no es sólo el de un gran aventurero e investigador sino también el de un incansable divulgador de los saberes atesorados, convencido como estaba de que la ciencia es sobre todo un bien común, una fuente de bienestar y riqueza para las naciones. No estaría mal que el espíritu de Humboldt volviese a ilustrarnos.