Muerte de un pabellón
Ayer visité el Pabellón me temo que por última vez; está de muerte anunciada. Diez años de mi larga vida en el Real Madrid desfilaron vertiginosamente ante mi contemplando ese templo que tanta riqueza ha aportado a la historia del Club. La memorable inauguración en 1966, la primera Copa de Europa cuya victoria inspiró, el mostrarse inabordable durante tres años y tres meses consecutivos. Aquellos Torneos de Navidad, famosos en el mundo entero, y que la televisión hacía que las reuniones familiares se prolongaran indefinidamente, con el desfile de los equipos más famosos.
Aquel cubículo que siempre se quedaba pequeño para los aficionados que, aspirando el delicioso y espeso humo del tabaco que se quemaba y que obstruía los pulmones de los visitantes, llevaba, rugiendo en volandas a sus jugadores... Ese santuario del madridismo se nos muere y va a quedar sepultado, si alguien no lo remedia, en el olvido. Uno, guardando las distancias, querría que se conservase como se conservan las pirámides de Egipto. Pero que se vaya en silencio, olvidado y humillado por las máquinas destructoras, sería injusto. Algo se debería hacer para que al menos su recuerdo permanezca vivo y presente en la retina y en el espíritu de quienes, incluyo al Club, tanto le debemos. Alzo una oración de gratitud al Olimpo Blanco y a los Dioses del baloncesto que por él pasaron y especialmente al número uno Raimundo Saporta.