Quedamos huérfanos
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Eran demasiadas las heridas. Se me antojan que eran muchas las secuelas de tanta guerra inútil y desigual contra todo y contra todos. Demasiados enfrentamientos, acometidos en solitario, que le habían debilitado en exceso. Su último enemigo, un inoportuno derrame cerebral, le había obligado a una lucha silenciosa y no era persona habituada a permanecer callada y menos a la hora defenderse. Se nos ha ido para siempre, Jesús Gil. Y se va abrazado a una bandera rojiblanca porque en el más allá, quiere seguir entregado a la causa a la que ha dedicado gran parte de su vida.
Visceral y apasionado, con él se va un exponente de toda una época. Ahora que se imponen la educación y los buenos modales, el fútbol pierde a uno de los estereotipos humanos que han servido siempre para asociar a este deporte con las exacerbadas pasiones que en ocasiones invitan al error. En el adiós, quiero que mi despedida esté iluminada más por las luces que oscurecida por las sombras. Pocos pueden dudar de su compromiso vital con el club. Gil fue fiel a la irregular historia de este singular equipo. Bajo su gestión sufrimos la infamia del descenso, pero nunca olvidaremos el dulce sabor del doblete. Nos quedamos huérfanos de su euforia y de sus cabreos. Dejamos de ser testigos mudos de su inagotable cruzada. Aunque a menudo no estuviéramos muy de acuerdo con él, seguro que todos le vamos a echar muchísimo de menos.