Desiertos tras el 11-M
El pasado sábado llegábamos a Barajas envueltos en un desconcierto más espeso que el que nos suele acompañar cuando regresamos de alguna expedición. Llegábamos del desierto del Sahara, ese espacio que fascinaba a Lawrence de Arabia porque "...era puro y limpio". Sabíamos lo que había ocurrido el 11 de marzo, pero sólo cuando paseamos por las calles, más grises y tristes que nunca, y hablamos con los amigos y familiares comprendimos en toda su magnitud la herida abierta en mi ciudad. La sinrazón, el fanatismo y la cobardía, que han ensangrentado España y han llenado nuestras calles de dolor y crespones negros, nos han enfrentado a la evidencia de que ciertamente vivimos en peligro.
Hoy un peligro recorre, como un fantasma, toda Europa, el fantasma del terrorismo. Después del 11-M nadie puede sentirse ni seguro, ni invulnerable, ni al margen, ni tibio, ni complaciente con el terrorismo. Sin duda nuestro trabajo nos lleva a conocer de cerca el peligro y a mirar, más veces de lo nosotros quisiéramos, a los ojos implacables y terribles de la muerte. Los mismos que vieron todos los que el jueves pasado ayudaron a las víctimas del atentado dando una lección de solidaridad, eficacia y valentía, que hicieron de Madrid, tristemente, otra vez, "la capital de la gloria". A ninguno de ellos, ni de nosotros, se nos olvidara nunca lo que cuesta vivir de pie, mantener la dignidad y la libertad. Pero me apresuro a recalcar que bajo la misma denominación de riesgo se amparan dos conceptos muy alejados. Incluso estoy persuadido de que están beligerantemente enfrentados.
Los terroristas, vengan de donde vengan, sólo esparcen cobardemente muerte y desesperanza, tratan de torcer nuestra voluntad, de ponernos de rodillas, de ahogar la libertad. Pero el peligro que forma parte de nuestro trabajo, es sólo un elemento más que conforma lo que de verdad nos importa: una contundente afirmación de la vida. Una consciente reivindicación de la certeza de que vivir es vivir aventuradamente, y de la esperanza en lo mejor que tiene el ser humano: el espíritu aventurero, que lleva a conocer y comprender sin prejuicios por muy remotoy lejano que sea nuestro destino, a encontrar en la diversidad el mejor componente de la esencial solidaridad que comporta el ser humano y mortal.
En el desierto que acabábamos de abandonar hemos contemplado unas pinturas en la entrada de una cueva, considerada una obra de arte, en las que una humanidad que iniciaba una civilización dejó pintados en la roca sus miedos y sus sueños, sus dioses y sus demonios. Su vida. Hoy la estación de Atocha se ha convertido en nuestra cueva rupestre donde las velas, las flores, los miles de mensajes anónimos se han transformado, junto a las multitudinarias manifestaciones, en símbolo de la solidaridad que sostiene precariamente esa civilización miles de años después. No tenemos mucho más para evitar que el desierto nos devore. El valor de continuar de pie.
Sebastián Álvaro es el director del programa de TVE Al filo de lo imposible.