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Benito Floro se va del Villarreal con el equipo en máximos históricos. Tan insólito como si el presidente de Telefónica anunciara su marcha un minuto después de presentar los mejores resultados de siempre en la compañía porque su equipo directivo se está moviendo con el freno de mano echado. De aceptarse la explicación cabe preguntarse cuántas Ligas/Champions podría ganar la corta plantilla del Villarreal si sus futbolistas se comprometieran con la causa.

Sin embargo, tengo a Floro por cabal y templado. De hecho, el único calentón que se le conoce (en Lleida, temporada 93-94, como técnico del Madrid) fue de puertas adentro en una caseta. Que aquello se conociera extramuros no hay que atribuírselo a su imprudencia sino a la pericia de Canal +. Merece crédito, pues, su decisión, que viene a esconder algo así como que parte de la plantilla (la más influyente) quiso poner en solfa su autoridad y que el presidente acabó jugando ese partido de Pilatos.

El tiempo también será el juez de esta causa. A Floro le dará la razón si el Villarreal se precipita cuesta abajo, porque nadie se va así si no piensa que todo lo que sucederá a partir de entonces es susceptible de empeorar y de echar a perder su buen nombre. La plantilla tiene en su mano desmentirle, demostrar que su vocación no fue el derrocamiento, que lo del técnico fue una hipérbole, una exageración, una subida de orgullo. Pero a mí la versión de Floro me parece fiable. Todos bromeamos, por ese aire académico y docente que siempre le acompañó, sobre aquella conferencia suya, pronunciada hace diez años, que versaba sobre la importancia del saque de banda en el juego de ataque. Y resulta que Raúl, en una final de la Copa de Europa (Real Madrid-Leverkusen, 2002), demostró que tenía aplicación terapéutica.