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Un rey en la Antártida

Una de las imágenes de impacto de los últimos días ha sido la de Don Juan Carlos junto a un poste de señalización en la base española en la Antártida. Se trata sin duda de una noticia que no sólo atañe a la Casa Real, sino a todos nosotros. En primer lugar es la primera vez que visita la Antártida un miembro de la Monarquía o un presidente del Gobierno español, lo que ya es un logro considerable, pues viene a rubricar la importancia que tiene para la ciencia, la exploración, el desarrollo de la navegación, el estudio del clima, el equilibrio biológico, la historia de nuestro planeta y un largo etcétera.

La presencia del Rey en el sexto continente (el último en ser descubierto, el más extremo y el que no es de nadie, porque es de todos) significa un cambio sideral que simboliza la transformación experimentada por la sociedad española en estos últimos veinticinco años. Y ha ido acompañada de ciertos gestos que parecen indicar que España se va a comprometer seriamente en la aventura antártica como le reclama su peso específico en el mundo y su historia. Parece ser que, ¡por fin!, nos lanzaremos a poner una base en el continente en lugar de tenerlas en islas, aunque me temo que aún nos queda mucho para ser capaces de situarlas en el interior de ese continente como tienen Francia, USA, Rusia o Italia, entre otras naciones. Si en lugar de estar gastando dinero en guerras en las que nada se nos ha perdido, léase Irak, dedicásemos más energías, y mucho más talento, en los proyectos antárticos, seguramente nos iría mucho mejor.

Y en el aspecto histórico, como bien nos ha recordado el embajador de Chile, las bulas de Alejandro VI y el Tratado de Tordesillas legitiman a la Corona española a tomar posesión de los "nuevos territorios por descubrir al sur del Estrecho de Magallanes". Como puede verse tenemos más derecho internacional detrás para estar en la Antártida que para estar en Irak. Por supuesto no se trata de reinventar viejos imperios, sino todo lo contrario. El Tratado de Madrid ha sido una herramienta inmejorable para convivir en la Antártida, para detener las reivindicaciones territoriales, la explotación minera y el desarrollo militar. En una palabra, para convertir la Antártida en una propuesta de convivencia pacífica, de cooperación y, ojalá, en un futuro parque internacional.

Desde luego que la Antártida no puede convertirse en una parcela de coto exclusivo de personas que, bajo el epígrafe de científicos, se reservan lo que debe ser compartido con todos, ni en tapadera de intereses de las grandes potencias. Y en ese sentido España puede jugar un papel moderador y de equilibrio, precisamente porque no tiene intereses estratégicos, ni materiales en la zona, excepto salvaguardar una maravilla natural que es patrimonio de la humanidad, el último vestigio de un pasado salvaje que ya no existe. Sólo conociéndolo, sabremos lo que hemos perdido y podremos conservar el tesoro que todavía nos pertenece.