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Por segunda vez, el campo 2 se convirtió en una muralla infranqueable para Gúmer. El sueño de su vida, pisar la cima de un ochomil, se perdía en una grieta insondable abierta por el agotamiento, el frío, por una previsión al límite. A su lado estaba su amigo y compañero de tantas excursiones por Alpes y Pirineos sumido en un dilema angustioso: bajar con el amigo y renunciar a la cumbre o continuar. Pero mi buen amigo Gumersindo Ibáñez, el entrañable Gúmer, se encargó de solucionarlo por él. Animó a Juanito Oiarzabal a que continuase hacia la cima del Cho Oyu y le dijo que le esperaría en el campo base para celebrar juntos a su regreso el récord histórico que podía conseguir si hollaba por vigésima vez una cumbre de más de ocho mil metros. Y así fue, para alegría de todos los que nos consideramos amigos de Juanito y seguro que para todos los que amen el deporte.

En realidad, Gúmer y Juanito se comportaron como lo que son: montañeros de una pieza. Un comportamiento que, por desgracia, parece estar en franca extinción. Corren feos tiempos donde la palabra profesionalismo y expediciones comerciales esconde actitudes simplemente egoístas y falsas. La ansiedad por apuntarse medallas, por el triunfo a cualquier precio, incluido el poner en riesgo la vida de los compañeros o denegar la ayuda de alguien en peligro, ha llegado también a las inmaculadas montañas.

Les recomiendo que vean el capítulo de Al Filo... del próximo domingo y comparen esas actitudes con la de los hermanos Iñurrategui, José Carlos Tamayo y Jon Lazcano, jugándose el pellejo por poner a salvo a un escalador colombiano en el Nanga Parbat, al que no conocían. Este año, por ejemplo, me comentaba amargamente Juanito, que una buena proporción de los que han subido al Cho Oyu lo han hecho enchufados a una botella de oxígeno, cuando en 1954, la primera vez que se subió, no se utilizaron. ¿Qué sentido puede tener ahora una ascensión de esa manera? Esos adictos a la pequeña gloria de un titular de periódico de provincias son incapaces de saborear el valor y la satisfacción de haberlo intentado de forma limpia, de colaborar en un esfuerzo común que puede que culmine en el triunfo de un compañero; de lograr alcanzar una altitud, sea la que sea, a base del propio esfuerzo, de tomar las decisiones adecuadas, de tener la responsabilidad de la vida en las propias manos. Mi amigo Gúmer sí que lo sabe y lo ha demostrado con su trabajo como presidente del club alpino Gasteiz, por cierto el mío también, apoyando a buen número de expediciones. Ahora quería vivir por sí mismo la aventura de intentar escalar uno de los gigantes de la Tierra. Y por eso mismo Gumersindo puede considerar que ha triunfado. Y con él todos los montañeros que se sienten orgullosos de serlo.