Discursos fatuos y sus efectos
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No me gusta la enésima arenga del presidente. ¿Y por eso tengo que morirme? No me gustó la actitud de algunos jugadores en Villarreal. ¿Y por eso hay que echarles a la calle? Hoy más que nunca recuerdo mi primera entrevista a Vicente Calderón. Se había perdido lastimosamente el día anterior. Con veinte añitos recién cumplidos y una grabadora antediluviana me encaminé a la calle Covarrubias, al lado de Radio España. Allí, en su casa, me invitó a desayunar y me explicó que en esos momentos el que tenía que tener la cabeza más fría era él. Luego dijo lo que tenía que decir: críticas contundentes, razonadas y con el peso que otorga el prestigio. Jugadores y entrenador captaron el mensaje. Han pasado veintidós años de aquel sucedido. Por desgracia, de aquel Atlético sólo quedan el estadio, el escudo y una maravillosa afición.
Pero en momentos de zozobra y alboroto queda algo más de aquel espíritu rojiblanco. Queda Luis Aragonés, que ayer supo templar gaitas en el vestuario. Él sí sabe de lo que estoy hablando porque se hizo hombre junto a Calderón y junto a él aprendió a amar unos colores y a defenderlos dentro y fuera del terreno de juego. Luis no va a permitir indolencia en la plantilla pero tampoco ataques internos. Antes coge el petate y se marcha. Las declaraciones de Gil harán que el técnico sea más paternalista que nunca con los jugadores, que forme piña con ellos. Siempre ha sido así. El Atlético saldrá de ésta, como de tantas otras. Son muchos años, casi cien.
