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El delincuente no es un hincha enfadado

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Ayer ingresó en prisión uno de los autores de la salvaje e inexplicable agresión a un vigilante jurado media hora antes del último Sevilla-Betis por haber cometido cuatro robos en cinco días. Una noticia alarmante para la sociedad y, paradójicamente, buena para el fútbol, que puede y debe utilizarla como prueba de inocencia.

El suceso viene a confirmar que la violencia circula en el fútbol desde fuera hacia dentro. Los estadios no la producen; la importan, porque forman un hábitat en el que resulta relativamente sencillo su crecimiento, y la sufren. En el proceso intermedio sí existe cierta culpabilidad en algunos dirigentes de clubes por consentimiento, equivocado e ineficaz, de la plaga. Porque detrás de la excusa barata de que en los momentos difíciles los radicales aportan las únicas voces de apoyo se sustenta otra mentira. El miedo escénico se hizo carne en el Bernabéu (el 5-1 al Derby County en la Copa de Europa 75-76) sin un ultrasur en la grada.

El hincha no está libre de la enajenación mental transitoria. Léase, de echar mano al bote o al puño y perder la cabeza durante unos segundos frente al error del árbitro o la desconsideración del rival. Pero el fútbol no parió al pandillero que finge una lesión en una pierna para introducir una muleta en un campo de fútbol y ensañarse hasta producir horror con un vigilante jurado. Ése, como dicen sus antecedentes penales, es un delincuente habitual. Y el estadio, su campo de acción, no el escenario que le transforma.