¿Hasta cuándo?
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Hasta cuándo la mejor de las aficiones va a tener la más merecida de las recompensas? Va siendo hora de que dejen de salir cabizbajos y malhumorados, protegiéndose de los primeros fríos invernales, tras contemplar y sufrir, impotentes, cómo el equipo no termina de cuajar una victoria en casa. Cuántos clubes desearían que su estadio, cada fin de semana y por adverso que sea el sino y el devenir de los tiempos, se engalanase de fiesta para presenciar un encuentro. Cuántos presidentes soñarían con tener una afición que repudia el desánimo y que recela del abatimiento porque lo desconoce. El Calderón reviste siempre carácter de acontecimiento, sea cual sea la situación.
Los aficionados escenifican a la perfección la lealtad inquebrantable y no presentan fisuras a la hora de insuflar ánimos y llevar en volandas al equipo hasta el área rival. Por todo ello, es difícilmente explicable que los jugadores no sobredimensionen su talento y sus fuerzas para corresponder a tan formidable afecto y a tan incondicional apoyo. Inevitablemente, a los rivales tiene que sobrecogerles tamaño espectáculo humano en las gradas. Luego, nuestras limitaciones en el césped no pueden permitirles salir triunfadores en un estadio que tiene todos los ingredientes para ser un verdadero fortín. Los jugadores tienen la última palabra.