Yo digo José Ribagorda

San Florentino

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Siento sana envidia del eterno rival. Sólo los que se sienten atléticos de verdad pueden llegar a entender el esfuerzo físico y mental que me supone reconocer los éxitos de los que son antagónicos con nuestras esencias. Pero hay veces en la vida que a uno le dignifica reconocer la grandeza y las indudables virtudes del irreconciliable oponente. Se les ve iluminados, como en un inexplicable estado de gracia. Lo han conquistado todo, ilusionan, deslumbran, dibujan celestiales sonrisas en una afición, tan exigente como ebria de satisfacciones. Todo es mesura, sentido común y eficacia. La estridencia es un anatema, en el banquillo y en los despachos. Se han instalado en una inacabable fiesta y, además, son tan hábiles como para renegar de la contraproducente euforia.

Lo blanco inmaculado nos invade, nos obliga a doblegarnos ante su aplastante y victoriosa lógica. Coquetean con la gloria a las que les obliga su historia y adornan sus noches futbolísticas con polvo de estrellas. ¿Qué hacer ante esta exhuberancia de bienestar? No sé si, con el permiso del Vaticano, canonizar a Florentino y adorarle como a un becerro de oro para que nos permita contagiarnos algo de su sobrexceso de felicidad. Si veo que mis plegarias no surten efectos me limitaré a disfrutar del favor que hacen al fútbol, sin renunciar a mi sufrida causa. Resistir es vencer, no lo olvidemos.

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