El oro con más brillo y la plata de más quilates
Novak Djokovic logra, a sus 37 años, el oro olímpico, lo único que le faltaba, en un partido brutal de casi tres horas en dos sets frente a Carlos Alcaraz.
Novak Djokovic se colgó el oro de más valor. Y Carlos Alcaraz la plata con más quilates de los Juegos de París. El serbio, a sus 37 años, derrotó al español en un partido brutal, inolvidable, para lograr lo único que le faltaba y llevaba veinte años persiguiendo. Con un drive, cerró un partido que se extendió por 2h:51 y terminó 7-6 (7/3) y 7-6 (7/2) para arrodillarse en la tierra llorando, santiguarse, tomar una bandera de Serbia e irse a abrazar, roto, a su familia. Acababa de hacer historia mientras Alcaraz, seguro, pensaba ya en la próxima vez y en los próximos Juegos mientras tampoco podía contener las lágrimas, sin poder hablar al micrófono a pie de pista.
La Philippe Chatrier no era la Philippe Chatrier. Ni Roland Garros era Roland Garros, sino que se había transformado en una Bombonera. Con un ambiente de Copa Davis, espeso y tenso. El apoyo de la grada, favorable al reciente campeón español de Roland Garros, tornó hacia el serbio en la final. Todo el mundo sabía que podía asistir a algo histórico, al cierre del círculo del mejor jugador de todos los tiempos, del campeón de 24 Grand Slams, la Copa Davis, los siete títulos de maestro y el récord de semanas como número uno al que sólo le faltaba el oro olímpico para tenerlo absolutamente todo. Para abrochar el Golden Slam, los cuatro grandes y el laurel olímpico que sólo habían conseguido reunir Rafa Nadal, Andre Agassi, Steffi Graf y Serena Williams.
Apareció Juan Carlos Ferrero, el técnico del murciano, para el día más importante. Iba a ser necesario todo. Se vio de inicio, cuando el serbio llevó de lado a lado al aspirante a campeón de 21 años, al que no le entraban los primeros servicios (54% en la manga). Con 2-1 favorable al serbio, este dispuso de tres oportunidades de break que neutralizó Carlitos. Y elevó su nivel, para alcanzar los dos un estado sublime, casi perfecto. Hasta ocho bolas de rotura (cinco en el octavo juego, en el que el lobo aulló cuando logró salvarlas) llegó a tener el español, pero el campeón de 24 grandes estaba hiperconectado. Se procuró incluso una bola de set con 5-6 que neutralizó Alcaraz para llegar a un tie-break en el que, sin embargo, no tuvo opciones. Había trascurrido ya una hora y 34 minutos de partido y Nole alzaba el puño desafiante mientras el público se entregaba. Una bella agonía.
Era un partido que parecía un combate de boxeo, entre “¡Vamos!” e “¡Idemo!” en un estado de locura y estupefacción colectiva. Un Ali-Frazier jugado al límite de lo humano porque era la primera final para Djokovic en cinco intentonas olímpicas. A la vez pegadores y estilistas. Demasiado dolor acumulado dentro tenía el serbio y pretendía sacárselo frente a Alcaraz, que venía de ganarle en la final de Wimbledon y con quien registraba un 3-3 en el cara a cara. Para Djokovic era un ‘ahora o nunca’. Para Alcaraz, la oportunidad de hundir a su rival más peligroso ahora mismo y meterle en un punto de no retorno.
Cualquier bajón podía ser el fin. Y Alcaraz lo sintió al principio del segundo set, cuando con 1-1, una doble falta y una derecha fuera dio una oportunidad de rotura al serbio. Estaba desconectado. Pero conectó enseguida para escapar. Salvó momentos peligrosos, se llevó la mano a la oreja reclamando su sitio. El público español entonó el ‘¡Sí se puede!’, pero con este Djokovic era imposible. En el tie-break surgió su mejor versión, la sideral, no la del Djokovic de los últimos tiempos. Sin ningún título este año pero con el ansia infinita de un supercampeón que parecía haberse reservado solo para esto. Para entrar en la historia. Y los dos acabaron llorando. Por el oro más brillante y la plata de más quilates.