Abel del Norte y Caín del Sur
El sevillismo se niega a ‘ayudar’ al Cádiz, todo lo contrario. Andalucía suele comportarse así, en contraste con lo que ocurre en el País Vasco.
El Cádiz se juega este miércoles lo poco que le queda de vida en Primera a poco más de 120 kilómetros, en el Ramón Sánchez-Pizjuán. A 5 puntos del Celta y 6 del Rayo, con 9 por jugarse, todo lo que no sea ganar mandará matemática o virtualmente al equipo amarillo camino del Infierno después de tres campañas consecutivas en la máxima categoría, algo que no sucedía desde comienzos de los 90. Sevilla y Cádiz comparten historia, acentos, gastronomía y muchas costumbres. Pero en fútbol, como en otros aspectos de la vida, se llevan básicamente mal.
El equipo de Quique no se juega absolutamente nada y, sin embargo, el grueso de la afición nervionense se muestra más proclive a hundir al Submarino que a mirar hacia otro lado para concederle una ayudita. No ocurre solamente con estos dos equipos: los clubes andaluces son mucho más de Caín que de Abel y en la capital del Guadalquivir este enfrentamiento sin cuartel se resume a la perfección entre Sevilla y Betis. En 1996 el Villamarín celebró un gol en contra del sportinguista Cherishev que casi mandaba a Segunda a los nervionenses; y en 2000 llegó la venganza en el Sánchez-Pizjuán, con un Sevilla 2-Oviedo 3 que condenaba a los verdiblancos.
Contrasta ese cainismo extremo del Sur con la tremenda fraternidad del Norte. El tradicional y tácito, no reconocido pero evidente, biscotto entre equipos vascos (y navarros, con Osasuna) que necesitan y reciben un empujón en las últimas jornadas, para ganar un título, entrar en Europa o no descender. Todo lo que se cuenta proviene de malas lenguas. O no tanto. Las aficiones, al contrario de lo que ocurrirá con la del Sevilla este miércoles, suelen poner de su parte: lo pertinente es perder.
Lo sustancial arranca a comienzos de los 80, con las Ligas de la Real Sociedad en el 82 y la del Athletic en el 84. Aquel grueso de futbolistas txuri-urdines y rojiblancos coincidió en tiempo, forma y favores. 25 de abril de 1982, última jornada: los realistas necesitan ganar a su eterno rival para asegurar el título, con el Barcelona y el Real Madrid pisándoles los talones. El equipo que ya entrenaba Javier Clemente no opuso demasiada resistencia y dos años después los papeles se cambiarían, con la visita donostiarra a un Athletic a punto de campeonar, que levantaría el título empatado a puntos con el Madrid y uno solamente por delante del Barça. Peio Uralde había empatado en el 68′ un gol de Liceranzu y aunque San Mamés enmudeció, el propio Liceranzu anotaría el 2-1 minutos antes del final. “Me pudo el instinto”, reconocería el propio Uralde años después. “De antemano no hubo nada. Ni se pactó ni se habló entre los jugadores al respecto (dejarse ganar), pero todo el mundo era consciente de lo que había...”. Lo que había.
Y lo que hubo tantas veces en las décadas siguientes. Pactos o no que en todo caso eran propiciados por las gradas vascas o navarras. Como en junio de 1999, cuando un Alavés que había retornado a Primera después de muchos años se jugaba la permanencia en Mendizorroza ante la Real. Salinas y Magno pusieron el 2-0 en 25 minutos y De Pedro pidió perdón cuando hizo el 2-1 durante la segunda mitad. Los hinchas txuri-urdines pitaban a sus futbolistas cuando pasaban del centro del campo, igual que ocurrió dos años después, en Anoeta, ante Osasuna. “Este partido lo vamos a perder”, cantaba la grada donostiarra en aquella última jornada. Y lo perdieron, 0-1, para que los rojillos permanecieran en la máxima categoría.
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