Esta casa es un estadio
El histórico Highbury cerró en 2006 para convertirse en una urbanización de lujo. Pero conservando la fachada, la forma del césped... ¡Y hasta el techo! AS visita lo que fue un templo del fútbol inglés

Imagine por un momento: el club de su corazón anuncia que se marcha del estadio de su vida. Tras décadas acudiendo a un mismo lugar, cada 15 días, para sincronizar sus latidos con los de miles de personas, se acaba. Mudanza. Rumbo a un coliseo a 305 metros y con el doble de capacidad. Pero esta no es la cuestión. Sino que ese hogar en el que tanto ha reído, llorado y abrazado... se va a convertir de una urbanización de lujo. Y no, eso no es todo: se va a conservar la fachada del estadio, la forma del césped y hasta el techo original. Pero todo lo demás, serán casas. Con sus familias. Con sus turistas. Con su conserje. Eso, damas y caballeros, es lo que le ha sucedido al Arsenal. A la parroquia gunner. A su eterno Highbury.
Aquel que fuese la máxima expresión del fútbol inglés: un estadio casi apretujado entre chalets, hasta las trancas de gente de pie (teniendo aforo para unos 30.000, llegó a aglutinar 70.000 espectadores) y con un reloj de agujas marcando el tiempo. Una mezcla de césped y barro. Un ambiente único. Highbury era puro fútbol. Highbury era pura Inglaterra. Y ahora, son urbanizaciones. AS visita un recinto que invita a frotarse los ojos, de lo inverosímil que resulta a la vista. La idea es tan brillante como dolorosa. Extraña. Difícil de explicar. Si usted llega por el lateral, apreciará la fachada intacta y, por momentos, hasta sentirá que se ha subido en el DeLorean de Doc y ha vuelto a 2005. Pero una vez que empieza a bordearlo, regresa al 2025.
De 400.00 libras... a superar el millón
Se conserva la forma del estadio, de las gradas, incluso vigas originales y la estructura de los laterales. Pero ya no hay asientos, sino vidrieras. Desde su reconstrucción en 2006, todo aquello son ahora urbanizaciones de lujo. Las más modestas tienen un precio que ronda las 400.000 libras, mientras que aquellas que ostentan terraza pueden alcanzar el millón. Y eso que no son casas especialmente grandes, ni tan siquiera céntricas (de aquí al Big Ben, para que se hagan una idea, hay en torno a una hora en coche), pero es un espacio muy tranquilo, con vigilancia las 24 horas y, sobre todo, es Highbury. Vivir en el que fuese el estadio del Arsenal.

Lo que nació en 1913
Por donde Seaman volase, Henry agitase la varita y Wenger hiciese del ’boring, Arsenal’... unos Invencibles. Un recinto que nació en 1913, cuando el Arsenal, un equipo del sudeste de Londres, se mudase al norte. Fue una revolución. El estadio fue rápidamente diseñado por Archibald Leitch, desconocido en la cultura española, pero un ilustre en Reino Unido (pues es el arquitecto de estadios como Anfield, Celtic Park o White Hart Lane). Una leyenda. Poco a poco, Highbury y sus alrededores fueron evolucionando. En 1925, la estación de metro de la zona pasó de llamarse Gillespie Road, a simplemente Arsenal. Hoy en día esto se mantiene. Y en 1930 se instaló uno de los elementos más icónicos del estadio: un reloj de agujas. Clásico. Romántico.
Desde entonces, Highbury ha vivido de todo. Durante la Segunda Guerra Mundial fue utilizado como refugio para la población ante ataques aéreos. De hecho, en uno de los bombardeos un artefacto cayó sobre la tribuna norte, destruyéndola parcialmente. El Arsenal tuvo que jugar durante un tiempo en White Hart Lane, estadio del Tottenham, eterno rival. Pero no quedaba otra. Highbury es uno de esos lugares que pone la piel de gallina a un inglés con sólo mencionarlo. Es historia de la Premier. Del fútbol local. Del fútbol. Pero ya es historia.
Fueron 93 años y 2.010 partidos
En 2006, el Arsenal tomó la decisión de mudarse. Iba a ser al lado, a 305 metros de distancia. Mismo barrio, misma parada de metro. Mismo todo. Pero nada volvería a ser lo mismo. El 7 de mayo de 2006, después de 93 años de servicio y tras 2.010 partidos, Highbury vivió su último partido. Sobre un césped en el que se estampó con cariño las fechas de inicio y final, se disputó un Arsenal-Wigan. Los locales jugaron toda esa temporada de color granate, en homenaje a la despedida de su casa y con esa equipación, vencieron por 4-2, con una remontada y hat-trick de Henry. Fue un final de cuento de hadas: el Tottenham tropezó, lo que propició que, en su despedida de Highbury, el Arsenal adelantase al eterno rival y le arrebatase la plaza de Champions. Ni un guionista te lo mejora.
Sonrisas y lágrimas
Hubo lágrimas, muchas lágrimas. Cánticos, emoción. La afición se coordinó para acudir al estadio sincronizada en colores blancos y rojos. Fue una tarde histórica. Y un punto y aparte. Porque ya lo dijo Wenger, voz autorizada: “Nuestra alma se quedó en Highbury”. No es casualidad que, desde entonces, el Arsenal se haya vuelto un equipo casi insípido. Nunca más ganó una Premier y hasta la llegada de Arteta, no se acercó a las rondas finales de la Champions. El Emirates lo intenta, pero no es lo mismo. Algo como una paradoja: 60.000 personas pueden hacer más ruido que 30.000, pero no un mejor ruido. Una frase de Carlos Martín Río en Panenka que resume la mudanza a la perfección. Esta generación, justo esta, está empezando a recuperar el sentimiento. La vida. El color. La emoción. Pero han sido casi dos décadas de insulso.
Nada fue lo mismo sin Highbury. Nada fue lo mismo desde aquel icónico beso de Henry al césped del antiguo estadio. Ese que, ahora, es rodeado por viviendas de lujo. Gigantescas vidrieras y terrazas al sol, pero todo es extraordinariamente silencioso. Justo lo contrario de lo que acostumbraba. La gente sale con una silla plegable a leer exactamente donde Gilberto Silva, hace no tanto, protagonizaba una segada que asustaría a la mismísima Muerte. Los niños corren y juegan por donde Pirès frotaba la lámpara y en el fondo sur, donde Lehmann se hizo leyenda, hay una gigantesca barrera automatizada para evitar que hasta el mejor de los ladrones pueda intentar un salto.
Ser, pero no ser
Todo es diferente y, a la vez, mucho sigue igual. La fachada del lateral este, con el busto de Chapman, el icónico cañón de la recepción aún en el suelo y el camino hacia el túnel de vestuarios, intacto. Pero sin decoración. Sin alma. AS lo atraviesa, escoltado por el conserje, que abre la puerta por donde salían los jugadores y ahora, ve una sombrilla y una mesa de madera con una botella de vino cogiendo calor. Reposando lo que, horas antes, debió ser una cita romántica. O una noche de reflexión. Quién sabe. Pero nada de fútbol. El palco es una sala con cinco sillas y paredes blancas inmaculadas, desde donde se aprecia el estadio, porque sigue ahí, pero sólo el esqueleto.
Highbury se fue. Aquel 2006, el Arsenal dijo adiós a una parte de su alma. Y se quedó ahí, a 305 metros. Desde entonces, existe un museo a la memoria. Al fútbol inglés. Al fútbol histórico. Pero ese espacio, que aún conserva la forma del césped y las gradas laterales, ahora son viviendas de lujo. No conserva la emoción. Y sin ella, en realidad, no conserva casi nada. Es la paradoja de querer mantener algo con buena intención y a la vez, ser consciente de que apreciar en lo que se ha convertido, es doloroso de ver. Tu estadio, aquel al que acudías cada 15 días para sincronizar tus latidos con miles de personas, ahora es una urbanización. Sostenida, al menos, por decenas de inquilinos que han decidido tirar de felpudos del Arsenal. Como un guiño. Como una tirita. Highbury sigue ahí. Y se puede ver, pero no vivir. Porque ya no es Highbury.
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