El club del perdón
Primero fue Loren, solo tres días después Embarba. El Espanyol es muy de disculpas. De caer y levantarse. Lejos de suponer un gran defecto, es una enorme virtud.
Primero fue Loren Morón, quien expió pecados –o tuits– de juventud nada más subirse al coche que le conducía a firmar por el Espanyol, el pasado miércoles, en un inteligente ejercicio del departamento de comunicación del club. Y tan solo tres días después llegó el turno de Adrián Embarba, quien no esperó nueve años sino únicamente unas 12 horas después de su falta para redimirse. Como si la Semana Santa se hubiera atrasado al verano, hazaña que solo unos grandes almacenes –o Valencia con sus fallas– podrían proponerse y conseguir, ha vivido el club perico sus particulares días del perdón.
El Espanyol es muy de disculpas.
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Hace poco más de un año, aunque parezca una eternidad, lo hicieron desde el capitán al presidente, pasando por el director deportivo y el propio club, este literalmente “de todo corazón”, en las horas graves del descenso. Lo mismo que hace apenas dos meses sucedió con el Femenino. En el caso del equipo masculino –el otro está por ver–, surtió efecto. No por el grado de exoneración por parte de la grada, sino porque el mismo acto de la disculpa contiene la intención de no recaer en ese error. De superarlo. Y vaya si se logró.
De hecho, en función del crédito que el ‘pecador’ se haya ido ganando con anterioridad, puede el perdón convertirse en la tarjeta amarilla del partido de la credibilidad –otro descuido así y no habrá absolución posible– o en el medio para mejorar, para afinar aún más en las acciones, en acercarse al virtusismo. Y también puede ser la medicina contra la intransigencia. En algunos casos, por ejemplo, de las redes sociales.
En ese sentido, también la pandemia juega con bastante probabilidad sus cartas en esta retahíla del perdón. Porque a estas alturas –véase las noticias– el hartazgo nos ha vuelto más feroces, asilvestrados. Pero, asimismo, nos ha desnudado de artificios. Seguramente cometemos errores igual que antes, pero ahora los reconocemos con mayor naturalidad, sin ese pudor que en realidad contenía trazos de soberbia, y con una sensibilidad a flor de piel. Porque todos hemos descubierto que no somos invulnerables, menos aún inmunes, más bien frágiles, quebradizos. Donde hubo certezas incontestables hoy aparecen mares de dudas.
En esas está el Espanyol, que a pesar de su paso holgado por Segunda –ascenso a falta de cinco jornadas, título de campeón incluso sin ganar los últimos partidos– arrastra la guadianesca penitencia del pasado anterior. Un lastre que al mínimo traspié reaviva en el entorno aquel fantasma de LaLiga de los 25 puntos. Con ello parece que deberá seguir conviviendo, por odiosas que resulten las comparaciones y atenazante que pueda llegar a ser, salvo que en algún momento de la temporada se aleje irreversiblemente del descenso.
Porque nadie es perfecto, ni se las da, en el mundo del Espanyol, lo cual lejos de suponer un enorme defecto constituye probablemente su principal virtud. Y en ello consiste el club del perdón. En caer y levantarse, en superar frente a toda suerte de adversidades los 120 años de existencia. En esa analogía casi perfecta entre los periquitos y el ave fénix que siempre, siempre, renace de sus cenizas. Ya me perdonarán.