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ATLÉTICO DE MADRID

La última crónica desde el estadio Vicente Calderón

AS participó en los partidos (123) que Mahou organizó el sábado en el viejo estadio rojiblanco. De 09:30 a 20:30 los jugaron 1.300 aficionados rojiblancos.

La última crónica desde el estadio Vicente Calderón
Francis Magán

Son las diez de la mañana y, por primera vez en meses, los coches cuando emergen de la M-30 ante el Calderón no pueden evitar mirar a su derecha. Alrededor del estadio, en torno a las puertas 5 y 6, se arremolinan decenas de personas, muchas, muchísimas, todas con mochilas o bolsas de deporte, como si el fútbol aún habitara en el viejo campo del Atleti. En realidad así es, o algo parecido. Hace una hora que el himno de los altavoces volvía a llenar con el "Atleeeti, Atleeeti, Atleeetico de Madrid" sus calles adyacentes, que balones ruedan por su hierba buscando el fondo de las redes. Quizá sean los últimos. En diciembre sus puertas se cierran y, si hay siguientes antes de que sus asientos comiencen a arrancarse, aún no tienen fecha. La de estos sí. Hoy (que ya ayer): los organizaba Mahou, patrocinador de club y equipo.

"Buah. No sabes lo que ha sido montarme en el tren para hacer el mismo camino de tantos domingos". Ese tantas veces andado, ese paisaje al otro lado del cristal que desde mayo no se veía. "A mí me pasó, lo mismo. Coger el coche para volver al Calderón...". El volante, casi, se sabía el camino de memoria. La emoción en los recuerdos, en el mismo viaje, tan lejos de ese que ya lleva al Wanda Metropolitano, en regresar por un día al Calderón por el fútbol, llena las conversaciones. Y no sólo por verlo. También por pisarlo, jugarlo. El reloj dice las 10:00. Los chicos de Mahou comienzan a pasar lista y colgar al cuello esa acreditación que abre a cada equipo la puerta a los últimos partidos del Calderón. Serán 123 repartidos en plan maratón, de 09:00 a 20:30, once horas. Para estar sólo había que apuntarse hace semanas en la página de Mahou.es. Lo hicieron más de 1.300 aficionados.

Mi móvil hace días que no deja de silbar. Piuu, piuuuuu. Es el sonido que tengo para los grupos de whatsapp. Vienen todos del mismo, ese que dice "Mahou Cinco Estrellas", mi equipo. Las 10:00 es nuestra hora. Nos vamos encontrando entre esas puertas 5 y 6. Ahí está Fran (Guillén), portero. Y Juanes (¡cuánto tiempo sin verte!). Y Javi (Gómara, de Mundo Deportivo, un hermano). Y Peris (Miguel, al fin le conozco en persona, me gusta cómo escribe). Y Ricky, sonrisa del Cerro (jamás olvidaré cómo me prestó su wifi en Milán para que yo mandara un artículo, sin apenas conocerme de nada). Y Marco, a quien me presento; y José I. Fernández, que también: no les conocía pero ya les considero amigos. Llevan varios días al otro lado de los silbidos de mi móvil, son mi equipo.

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Juan de la Torre

Llega Picu (mi jefe en el AS, mi amigo, un padre, con su hija Marina de la mano: tiene los ojos más azules del mundo y me presta sus botas de fútbol, 37,5, me valen; la conocí cuando apenas levantaba tres palmos del suelo). Sólo falta Natalia Freire, la capitana (ladeporteca de Radio Marca). Porque nadie lo ha dicho en voz alta, pero ya lo es. Capitana. Nadie más tiene su sonrisa, su energía contagiosa, su manera de mirar tan bonito el mundo. Aparece con su energía desbordante y dos besos que son como los abrazos de un viejo amigo. Ya estamos todos, adentro, puerta 5. El Calderón nos engulle. Es un viaje al pasado y, sin embargo, presente. Porque ahí están los ojos, mirando cada escalera, rincón, reencontrándose con él y sus vomitorios, con el mármol marrón de las paredes donde se vendían las almohadillas de mariposa. Los pies nos dirigen a aquellas de cemento gris que subíamos hacia los escritorios de Prensa. "No, los 167 escalones no", pienso, horrorizada. Escucho a Javi: "Eso sí que no lo echo de menos". Ríe, pero con nostalgia.

Nos quedamos en la Sala VIP Hamburgo, firmamos papeles, el seguro médico, nos cambiamos juntos en un pequeño palco. "Yo la S". "Yo la M". "¿Ese Javi es mío? No aquí hay un Gómara, es de Picu". Yo, tras diez días de catarro-constipado y friolera, ni me quito las mallas ni la camiseta térmica. Miro emocionada mi número. Es el 3. El de Antonio López, mi eterno capi, el de Filipe Luis. Me gusta, me encanta, me identifica. Con él a la espalda, un Cazón de Zotes del Páramo va a debutar en el Calderón y soy yo. Siento orgullo leonés mientras nos colocamos para bajar en fila hacia el césped por una escalinata desde el palco. Ahí, en otro equipo, no rival, están Iñaki (Dufour, Efe), y Domingo (García, La Razón), y Carlos (Guisasola, El Mundo), y Javi (Cifu, #0). Les sonrío. También está Mata pero a él no: desde este momento no es Mata, amigo, también padre, compañero de AS. Desde ahora y por 25 minutos, lo que dura un partido de fútbol 7, será Javier Gómez: viste los colores del equipo al que nos vamos a enfrentar.

Suena el himno. Atleeeti, Atleeeti. Llena las calles adyacentes y lo hace por nosotros. El Calderón está igual. Exactamente igual que la última vez, que el último mayo, el último partido. La mañana, gris, nos recibe con lluvia, como si el cielo hubiese querido sumarse al homenaje de Mahou: en los relatos de Rodri, Adelardo y todos aquellos que vivieron el primer partido del estadio, en 1966, su día era tal. Agrisado, con llovizna. Sólo hay gente en la grada lateral. Son nuestras familias. Y alzan las cámaras mientras nosotros guardamos los abrigos en un baúl y pisamos el césped. Dejas de notar el frío. Abraza algo, el viejo estadio. En serio, abraza de verdad.

Ricky y José I. se quedan en el banco, suplentes, nada más comenzar. Me conceden el honor de ser titular. El césped está húmedo, rápido. Ay, demonios, cómo corre el balón. Me voy arriba e intento domarlo dos veces, se escapa. A la tercera siento un placaje, alguien me lo quita de los pies como si no hubiese luego, mañana. Es Mata. Sigue siendo Javier Gómez, rival en estos 25 minutos. Intento perseguirle pero se me va. Mi piernas runner no pueden con su fútbol: lleva el sello de cantera rojiblanca. Ellos, él, lo intentan pero no pueden con Fran. Su primera parada es de tres picas. En la siguiente jugada nosotros marcamos. Es un golazo. Es Marco. 1-0. Ganamos. Yo lo aplaudo desde la banda: hace un rato que le pedí a José I. el cambio.

Me pongo el abrigo negro, prefiero ser Simeone, el Mono Burgos, o, quizá, sólo mirar para después escribir. Mi alma escritora traiciona a la deportista. La dejo: siempre gana. Sigo la pelota con los ojos pero a veces no puedo evitarlo. Se me van a las gradas, al césped, al Fondo Sur, justo a mi espalda, a todo aquello que allí se vivió y todavía siento, late: jamás podrá irse, aunque el Atleti lo haga. Me lo dice este córner, aquí donde crecían unas flores, las de Pantic.

2-0. 2-0 ya. Ha marcado José I., también golazo. Buahhh. Seguro que esta emoción sólo es una milésima de aquella que sintieron los Gárate, Luis, Irureta, Futre, Manolo, Kiko, Torres, Godín, Costa, Falcao o Griezmann alguna vez desde este sitio. Cómo retumba en el pecho. Intento capturar el momento con los cinco sentidos. Con los ojos, las gradas. Con el olfato, el río. Con el oído, a mis compañeros. Aquí, allá, ey. Con el tacto, la hierba. Sólo me falta el gusto, que en breve lo lleno, cuando llegue la Mahou de la carpa, del tercer tiempo. Entonces veo al equipo rival irse en tromba hacia Fran. Mata marca. No puedo evitar llamarle así, Mata, y sonreírle, cuando hace el arquero y la imagen de Kiko está aquí tambien, en el último partido del Calderón. Lo repetirá un poco más tarde, en el 2-2. Pero no volverá su equipo a encontrarle una grieta a la portería de Fran. Nosotros sí a la suya. Sería el 3-2. Poco después el árbitro pitaría, sería el final. ¿Ya? ¿Tan pronto? Vuelvo a mayo y aquel último partido de Liga ante el Athletic. Seguro que Gabi, último capitán del Atleti aquí, en este estadio, pensó lo mismo. ¿Tan pronto? ¿Ya? Duele abandonar el césped. Dejarlo a la espalda, sin dejar de mirarlo. "¿Y si es la última vez de verdad?", me digo, en voz baja. Vuelvo. Un poco, unos centímetros. Te echaré de menos, gritan mis botas, las de Marina. Te echaré de menos, joe, te echaré de menos todo.

El himno ya suena de nuevo en los altavoces. Recogemos nuestras cosas del baúl. Otro equipo baja las escaleras. Antes de irme para siempre, eso sí, yo me agacho para besar la hierba donde antes Mata, que vuelve a ser Mata, no rival, no Javier Gómez, hizo el arquero. Mis labios susurran un: "Gracias". Entonces lo oigo. Mi equipo me llama. "La última foto", me grita Natalia. Corro hacia ella, la capitana, hacia ellos, todos los demás, los Mahou Cinco Estrellas de este partido, de mi whatsapp. Y, mientras camino hacia afuera, a los coches, a la M-30, pienso que ojalá sus silbidos nunca se apaguen en mi móvil. Siempre me devolverán este momento, a la última crónica que escribiré desde las tripas del Vicente Calderón. Ya en la calle, bajo el túnel ennegrecido por los tubos de escape, veo a un conductor mirar de reojo nuestros pantalones cortos, nuestras bolsas de deportes y entonces me viene, entonces lo sé: creo que ya sé cómo voy a empezarla.