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AS COLOR: Nº 226

Valerón y Manuel Pablo jubilan al Superdepor

Un cuarto de siglo después, habiendo colgado las botas el mítico dúo canario este verano, el Deportivo se despide definitivamente de su época más gloriosa.

El centrocampista del Deportivo Juan Carlos Valerón corre detrás del balón en el partido ante el Rayo Vallecano.
CabalarDIARIO AS

Dicen que todo lo que acaba lo hace mucho antes de que llegue el final. Y es verdad: aunque el Superdepor siguiera vivo en las piernas de Manuel Pablo y Valerón hasta este verano, las grandes alegrías desaparecieron de La Coruña hace ya algún tiempo. Ahora que han pasado, qué insignificantes parecen 25 años.

Con la retirada de Valerón al final de la pasada temporada se fue algo más que el último mago de una época en la que se sospechaba de quien hechizaba el partido corriendo con la pelota en lugar de persiguiéndola. Se fue algo más que un convencido de una idea de fútbol no del todo aceptada hace unas décadas; aunque ahora sea costumbre, para llegar al tiquitaca fueron necesarios valientes e insistentes como ‘el Flaco’, un adelantado a su tiempo. Se fue, en esencia, el penúltimo reducto de un Deportivo de otro mundo. Pareció que Manuel Pablo, su incansable compañero de fatigas, resistiría un poco más, pero la esperanza de que aguantara de corto algún retal del Superdepor quedó en la inútil ilusión de querer vencer al paso del tiempo. Y sí: cualquier tiempo pasado parece mejor.

La revolución de Lendoiro. Lejos de su cada vez más extraño manejo de la calculadora y de su cada vez más cuestionable destreza en la regulación de las idas y venidas de jugadores en los últimos años, hubo un tiempo en que el bueno de Augusto César gozaba de un afinado olfato para el rastreo del mercado y unas dotes negociadoras temibles para la parte contratante: compraba con acierto y no vendía hasta que no se salía con la suya. Lendoiro, en el sillón de presidente desde 1988, fue el primer Monchi de la época moderna del fútbol español. De ese talento se valió para ir fichando lujo a precio de chollo. Siempre supo qué diamante se podía pulir, qué volcán estaba a punto de erupcionar y dónde se escondían los gazapos. Rara fue la vez que alguien le dio rana por príncipe.

Con el ascenso empezó todo. A partir de Lendoiro, pese a que nadie lo hubiera sospechado entonces, el Depor construyó algo grande. La primera piedra la puso en 1991, con el ascenso a Primera. 1973 (año del descenso) y la época en la que llegó a jugar en Tercera estaban igual de lejos, pero ya no apenaban tanto. Tocaba mirar para arriba, aunque nadie adivinó cuánto. Arsenio puso la dirección, Pedro Uralde o Lasarte la veteranía y Fran o Djukic, el hambre de quien empieza y lo quiere todo.

En la 92/93, el Deportivo sintió esa maravillosa sensación de poder observar al resto desde la cima. Liaño paraba los goles (portero menos goleado, con Cañizares) y Bebeto los hacía (29). El liderato no fue definitivo, pero sí un gran tercer puesto. Por si esa tercera plaza no fuera suficiente motivo para soñar, la irrupción de Bebeto y Mauro Silva, más bien desconocidos hasta entonces, añadió un par más. Aquella temporada el Madrid se llevó un revolcón en Riazor, asistiendo a una remontada en la que le tocó ser el damnificado. Y eso sólo fue el prólogo de una historia, la de los blancos en el estadio herculino, que duró 19 temporadas en las que no pudieron cantar victoria.

El deportivo no paró de crecer… con el riesgo que ello tiene. La 93/94 pareció escrita por el socio número uno deportivista… hasta que resultó estarlo por el primero de los celtistas. Porque, pese a que al debut europeo le fue acompañando un año prodigioso, con más de una noche durmiendo en una primera posición desde la que se afrontó la última jornada, el chiringuito se vino abajo justo al final, cuando pasó lo que todo el mundo recuerda. Aquel 14 de mayo de 1994 se ha contado muchas veces, pero una más no acabará con quien haya aguantado el dolor hasta estas líneas: un penalti en el último minuto le daba la Liga al Depor en Riazor, pero a Djukic, que había asumido la responsabilidad, se le encogió la pierna. Su tiro manso acabó en los dominios de González, portero del Valencia. El empate se lloró en la grada y en el palco, donde Lendoiro parecía un chiquillo castigado sin salir, y silenció la sala de prensa, donde a Arsenio le costó articular palabra.

Ganar, bonita costumbre. A la tercera gran temporada fue la vencida: la 94/95 trajo la Copa del Rey, además contra el Valencia, haciendo víctima a quien había sido verdugo un año atrás. La venganza se sirvió en plato frío y resultó deliciosa, además de la despedida perfecta para el Raposo de Arteixo. Luego llegó Toshack, que no duró mucho, y de su mano Begiristain, Radchenko o Martín Vázquez, con un botín de una Supercopa y una vuelta a la medianía de la Liga. También fueron apareciendo los Songo’o, Naybet, Rivaldo o Conceiçao.

Hasta que llegó lo que tenía que llegar: con Irureta a la cabeza, el Deportivo se llevó la Liga de la 99/00, forjada parte en el siglo XX y parte en el XXI. En ella fueron claves y empezaron a hacerse un nombre refuerzos como Makaay, Jokanovic o Víctor Sánchez del Amo. No les desgastó el éxito a los de Riazor, que consiguieron meses después la Supercopa y que se marcaron dos subcampeonatos y dos terceros puestos en los siguientes años, en los que se tuvieron lugar las paulatinas incorporaciones de Molina, Capdevila, Duscher, Valerón, Tristán o Pandiani, algunos de sus estandartes. También tuvieron tiempo y tino para, entre medias, protagonizar un Maracanazo copero: su victoria en la final de Copa del Rey de 2002 aguó la fiesta de un Real Madrid que planeaba celebrar su siglo de vida brindando ante su afición. Tan sorprendente e irreprochable fue la gesta que le valió un nombre propio: ‘El Centenariazo’.

No cabe duda de que el ganar la Liga fue la constatación de la nueva dimensión que había adquirido el Depor. No sólo por el título en sí, ni por ‘El Centenariazo’, al que siguió la tercera Supercopa, sino porque todos estos logros estuvieron arropados por cinco años en tierra de Champions. Por el continente, el Deportivo lució el traje de matagigantes: algunos de sus cadáveres fueron el United, el Arsenal, la Juventus, el PSV, el PSG, el Bayern Munich y, sobre todo el AC Milan, al que remontó en Riazor (4-0) el 4-1 de renta de la que se había provisto en San Siro. Habrá aún quien no lo crea o lo asocie a las meigas, pero pasó; vaya que si pasó.

El adiós a un sueño. Para desgracia deportivista, la colosal rebelión se vio reducida en semifinales, cuando su sorprendente irrupción coincidió con la eclosión del outsider Oporto de Mourinho. Por ahí pasó y por ahí se fue la posibilidad de jugar una final de Champions. Lo que vino después fue un progresivo deterioro que desembocó en el descenso a Segunda en la 2010/2011. Cualquier parecido con lo anterior fue pura casualidad. El transcurso de las temporadas fue apagando el aura de un equipo irrepetible que en los últimos años había seguido respirando por Valerón y Manuel Pablo. Con la reciente retirada de ambos, casi al unísono, quedó jubilado el Superdepor. Volverán las oscuras golondrinas, pero aquellas que volaron por el cielo más alto, esas... no volverán.