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ARGENTINA

Entendamos a Messi (de una buena vez) y pensemos en grande (también)

¿Nos resignamos a que el mejor jugador del planeta siga siendo un cuerpo extraño en un conjunto que no lo termina de entender, en un esquema que sigue sin saberlo aprovechar?

Lionel Messi en el etrenamiento de Argentina.
GUSTAVO ORTIZDIARIO AS

En la noche del jueves, cuando en el minuto 9 del choque en Santiago, Chile, Lionel Messi se mostró en la misma jugada como un temible "4" con llegada y un delicioso mediapunta al que Ángel Di María no supo interpretar, la pregunta volvió con fuerza: ¿nos resignamos a que el mejor jugador del planeta y galaxias adyacentes siga siendo un cuerpo extraño en un conjunto que no lo termina de entender, en un esquema que sigue sin saberlo aprovechar?

Se nos van los Mundiales, se nos va la vida. Y, un día, se nos va a ir Messi.

La Copa América está a la vuelta de la esquina, pero a estas alturas da relativamente igual lo que allí suceda. Sí, sería importante quebrar la racha de 23 años sin títulos; sí, sería justo acabar con la cantinela del Messipechofrío, de la estrella que gana todo en el Barcelona y no triunfa con su selección porque sólo se activa cobrando euros. Todo muy lindo, pero lo que verdaderamente importa es el partido del 15 de julio de 2018 en el estadio Luzhniki de Moscú. La Argentina necesita estar en la final del Mundial de Rusia para evitar lo que sería una injusticia histórica: que Messi pierda siempre en la comparación con Pelé y Maradona al no poder refutar eso de que nunca ganó un Mundial. No es en absoluto improbable que Messi juegue Qatar 2022 a los 35 años, pero ésa sería ya otra historia. Sería, también, ir al último límite.

El límite es Rusia, quizás ante Alemania, esa selección que en 2006 nos temía, en 2010 nos respetaba y tras 2014 cree que no es mala idea cruzarnos en los Mundiales. Y si el límite es Rusia y el rival decisivo Alemania, la Argentina debe, lo antes posible, hacer algo con su selección. Algo en serio. Es dueña del jugador por el que se hipotecaría a 50 años cualquier club, del hombre al que instantáneamente nacionalizarían en los 200 y pico de países del globo. La Argentina tiene a un futbolista que a esta altura es mejor que Diego Maradona -sí, más completo y constante-, pero sigue discutiendo nimiedades messiánicas y entusiasmándose con detalles, con la historia chica de aquellos partidos en los que gana, pierde o empata pero nunca encuentra una identidad.

¿Hubiera sido deseable que Di María definiese con la misma jerarquía con que la pelota llegó a él? ¡Claro! Incluso podría habérsela devuelto al "10" para cerrar un gol maradoniano. Pero ese gol habría tapado el debate, las preguntas que seguirán circulando más allá de que el martes a la noche el balance diga que se ganaron seis puntos de seis y la clasificación está encaminada.

En la foto que acompaña este texto se confirma que Messi es capaz de todo en el fútbol. De volar como el mejor de los arqueros o, como dijo alguna vez Josep Guardiola, de ser el mejor defensor si se lo propusiera. Messi, que creció hablando de fútbol a un nivel de profundidad envidiable con el hoy entrenador del Bayern Múnich y con cerebros como Xavi Hernández, sabe toneladas del deporte que lo hizo famoso. Se equivocan los que piensan que su instinto prima sobre su cerebro. Ya se lo dijo una vez a Guardiola en la etapa final de descomposición de su relación: "Vos lo que tenés que hacer es armar un equipo para ganar". Tenía razón. Venían de perder porque el técnico se había equivocado.

Guardiola dijo también incontables veces que la solución, casi siempre, es dársela a Leo. Con todo lo de simplificación que la frase pueda tener, alcanza para darse cuenta de que en la selección se va en la dirección opuesta: llevamos diez años sin terminar de saber que hay que dársela a Leo. No terminamos de entenderlo. Ni a Leo ni a la necesidad de pasársela, porque el pase terminará en gol, en una asistencia impecable o en un cambio total del panorama para el equipo. No lo entendieron -o supieron plasmar- los entrenadores, con alarmante frecuencia tampoco los jugadores. Alcanza con ver aquel video recopilatorio de siete minutos de la final de la Copa América perdida en Chile o con recordar el partido del jueves: es Messi el que se parte el alma para hacerle llegar la pelota a sus compañeros. El mundo al revés: así y todo, fue por lejos el mejor.

Gerardo Martino es un privilegiado, dueño de un tesoro de conocimientos sin comparación en el fútbol argentino: sólo él dirigió a Messi en ese microclima en el que su fútbol sí es aprovechado, y sólo él puede decodificar esa información obtenida en Barcelona y tomar lo que se pueda tomar para un equipo muy diferente con jugadores muy diferentes.

¿No entienden los jugadores a Martino? ¿O no lo quieren entender?

Porque lo que el técnico ofrece públicamente es muy seductor: una selección protagonista que sepa aprovechar a Messi. Un año y medio después de su llegada, la Argentina fue protagonista ante Chile por 20 o 25 minutos. Una ráfaga le dio los tres puntos. Y eso fue todo.

Golpeado por su fracaso en el Barcelona -llegó en el momento más complicado en años, se excedió en su deslumbramiento público por dirigir a los españoles y hubo jugadores clave que enseguida le dieron la espalda-, Martino entró en la selección dejándoles claro a sus jugadores quién era, quién es. Habló mucho de sus éxitos en Paraguay y con Paraguay, probablemente sin ser consciente en ese momento de que a unos flamantes subcampeones del mundo muy poco podían impresionarles sus andanzas guaraníes. Tampoco ayudó su manejo del tema Tevez, aunque se sabe: no es sencillo conformar a un grupo de futbolistas estrella. Siempre habrá quejas.

La selección no está bien, consecuencia de un fútbol argentino que está peor. Pero Messi y Martino son hombres inteligentes. Seguramente tengan mucho que hablar. Si entre los dos terminan encontrando el equipo, el estilo, los jugadores -sí, los jugadores- y la forma de potenciar al "10", el win-win será total. Y entonces nos dejaremos de pensar en chiquito, imperdonable cuando se tiene al más grande.

Lea la columna de Sebastián Fest en la web de LA NACIÓN.