El secuestro
Así contó el secuestro La Saeta en el libro ‘Gracias, Vieja’
El fallecido Alfredo Di Stéfano recordó en este libro, de Alfredo Relaño y Enrique Ortego, el encierro que paralizó España en 1963. Toda una historia que ahora recordamos.
(...) Una noche, casi a las seis de la mañana, llaman al teléfono de la habitación. Yo creía que era algún jugador que había salido de juerga y me quería gastar una broma porque traía unas copas de más. “Déjenme de embromar”, digo al otro lado del teléfono. Él me dice que baje a recepción, que hay unos policías que preguntan por mí. Yo les digo que no bajo (...)
(...) Suben y se presentan como policías que estaban haciendo una investigación. Iban muy arregladitos, con chalecos y dejando ver el pistolón. Hasta me enseñan la chapa. Me dicen que tengo que acompañarles a comisaría (...)
(...) Había un coche en la puerta, uno entra por un lado, otro por otro y me dejan a mí en medio. Me dicen que es un secuestro y me vendan los ojos. “¿Ve algo?”, me preguntaron. Yo me veía los pies, mis zapatos blancos y una metralleta, pero dije que no veía nada.
Primero me llevaron a un piso, pero allí no me tuvieron más de una hora. Vinieron otros vehículos y me llevaron a una finca en una camioneta (...)
(...) Enseguida me llevan a un apartamento que estaba en el centro de Caracas, deduje por los ruidos que escuché durante los días que estuve allí. Se quedaba siempre un hombre vigilándome y se dormía. Daba unas cabezadas tremendas. Y yo le decía: “¿Quién es el vigía, usted o yo?”.
(...) Esa tarde-noche llegó uno, que parecía el jefe, y resultó llamarse Canales. Me lo explicó todo: “No le va a pasar nada, esté tranquilo, queremos que el mundo nos reconozca, sepa quiénes somos. Nuestro país, Venezuela, está explotado por las grandes potencias en el negocio del petróleo”. Yo no me quedé tranquilo. Todo lo contrario. Yo no tenía ni sueño ni nada. Estaba siempre sentado en el tresillo y me pasaba las horas muertas mirando los zapatos blancos que llevaba. Pasó un día y pensaba que me iban a liquidar, que me iban a matar. Mi cabeza se rindió, asimiló todo lo que estaba pensando y pensaba que en cualquier momento venía uno y me pegaba un tiro (...)
(...) En total, el secuestro duró tres días, casi setenta horas. Se me hicieron eternos. Ellos se portaban bien conmigo, jugaban a las damas, al ajedrez, decían que eran estudiantes. Me ponían la radio, me traían periódicos. Me preguntaban qué quería comer, pero el miedo me había quitado el apetito. Un día me ofrecieron una paella: “La compramos en El Silencio”. El Silencio es el barrio céntrico de Caracas. “Pero cómo van a ir hasta allí si está toda la Policía”, les dije. “No se preocupe, tenemos quinientos o mil elementos metidos en la Policía...”. Cuando oí eso también pensé que me liquidaban.
(...) Yo les decía que me soltaran, que habían hecho mucho ruido, pero ni caso. También les decía que mi padre padecía del corazón y que la noticia le podía costar la vida. No era verdad, pero tampoco conseguí nada.
Me comentaron un día que querían haber secuestrado al compositor ruso Igor Stravinski, que había viajado a Venezuela. Pero como era un hombre de poca salud no quisieron arriesgar a que se les quedara muerto. No querían asesinatos.
A la tercera mañana veo que llega Canales y hace un aparte en la misma habitación. Rápidamente me doy cuenta de que me van a soltar. Me quieren cambiar de ropa y me dan un sombrero para que nadie me reconozca. Yo no quería quitarme una camisa verde, muy bonita, pero al final me dieron una a cuadros. (...) Querían dejarme cerca del hotel y yo les dije que era peor, que había mucha prensa y Policía y que era mejor que me llevaran cerca de la embajada española. (...)
(...) Seguía teniendo miedo de que a última hora me dieran el balazo. Incluso les dije que si veían que llegaba la Policía e iba a haber enfrentamiento, que me dieran un arma. “Al menos yo muero matando”. (...) En el coche iba el conductor y otro armado. Yo iba detrás. Damos una vuelta grande y cuando llegamos a la Avenida Libertadores me dicen que baje. Me despido de ellos y doy un salto del coche para esconderme detrás de un árbol. Cruzo a cien por hora la calle, gambeteando coches, y paro un taxi. Me tiré encima de él. El taxista no sabía dónde estaba la embajada, menos mal que yo sí sabía el camino. No me quité el sombrero y no me reconoció.
Llego a la puerta de la embajada y veo un cartelito que dice: “Abierto de 10 a 14 horas”. Miré el reloj y eran las dos y cuarto. Metí el dedo en el timbre y casi me lo cargo. Apareció a lo lejos un matrimonio joven. “Abrí, abrí rápido”, grité. El tipo me reconoció. No paraban de llorar los dos (...)”.