AS COLOR
Rommel: el mito sigue vivo
Rommel Fernández (1966-1993) caló hondo por su nobleza, humildad y alegría. Panamá lo tiene como una de sus figuras más ilustres.
Enrique tardó tiempo en darse cuenta de que Rommel se había ido. “Era muy pequeño. Tenía 6 años cuando sucedió. Quise saber todo sobre mi hermano. Aprendía algo nuevo todos los días, leía, buscaba recortes de periódico… Me hacía daño pero también me hacía falta”, recuerda con emoción. Su vida quedó tan ligada a la de su hermano que pronto se convirtió para todos en ‘Rommelito’. ”Yo siempre quise ser como él. No solo es mi hermano, también es mi ídolo. Su fuerte era el cabeceo y el mío la velocidad. Me dediqué al fútbol porque lo llevaba en la sangre, por amor hacia él”, confiesa. Y así jugó de delantero en las mismas canchas que él, militó también en el Plaza Amador y dispuso incluso de una oportunidad en Tenerife. “Fue todo muy rápido, estuve entrenando con los juveniles y tuve que volver porque no tenía los papeles. Estaré eternamente agradecido al club por aquellos meses”.
Su historia es, en cierta manera, la historia de los comienzos de Rommel Fernández, que en 1986 pudo dar el salto a Europa gracias al Mundialito de la Emigración. El torneo, que reunía a jugadores con ascendencia española, se celebró en el sur de Tenerife. Allí la corpulencia y el juego aéreo del delantero panameño llamaron en seguida la atención. José Antonio Barrios, que trabajaba como secretario técnico del C.D. Tenerife por aquel entonces, recibió el aviso de un amigo y se puso en marcha. Organizó un partido, lo vio jugar y su primera impresión fue muy buena: “Vi un jugador con mucha potencia, un buen remate de cabeza, con un disparo con la derecha muy fuerte y, sobre todo, muy buenos movimientos”.
El primer año fue duro. Su condición de extranjero le impedía jugar en Segunda B así que entrenaba con el primer equipo y jugaba con en el filial. Martín Marrero, el entrenador que le hizo debutar en Segunda, recuerda aquella etapa. “Estábamos muy pendientes de él porque echaba mucho de menos a su familia. Era muy joven, de origen muy humilde y le costó adaptarse. Casi pensamos que se volvía. Su deseo de sacar a su familia de la pobreza fue lo que le dio fuerzas. Él sabía que ese año debía sufrir”.
Con el ascenso del conjunto chicharrero a Segunda en 1988 las expectativas mejoraron. A los 21 años por fin le llegaba la oportunidad de debutar en el fútbol profesional y Rommel no pensaba aflojar. “Se exigía mucho”, cuenta Barrios. “En los entrenamientos era un espectáculo. Parecía que en cada pelota le iba la vida”, añade Marrero. Las buenas impresiones y su valía quedaron pronto confirmadas. Anotó 8 tantos en 25 encuentros y al final del curso se ganó la titularidad. Después de una primera temporada de aclimatación lo mejor aún estaba por llegar.
Su explosión terminaría dándose el curso siguiente (88-89) ni más ni menos que como figura del equipo en el segundo ascenso del Tenerife a Primera en toda su historia. Rommel se convirtió en el máximo anotador del conjunto blanquiazul con 20 goles, incluyendo un póker al Figueres en la última jornada que no alcanzó para subir de forma directa.
Y así, con una comunión perfecta entre jugador y aficionados, Rommel y el Tenerife siguieron de la mano afrontando retos. En 1989 llegó el debut en Primera División y con una plantilla muy reforzada él destacó de nuevo. Terminó con 10 goles como máximo realizador del equipo junto a Quique Estebaranz, que pronto descubrió y alucinó con sus condiciones. “Era un portento físico. Tenía cuello de boxeador. La primera imagen que se me viene de él es la de sus pies a la altura de mis ojos cuando entrábamos a rematar. Con él no hacía falta ganar la línea de fondo para centrar. Si tenías precisión, ponías el balón y él llegaba”, relata el madrileño.
Pero si Rommel trascendió no fue solo por su rendimiento deportivo sino también por su personalidad y el trato cercano que dispensaba a todos. El mejor retrato llega desde Ciudad de Panamá. “Era humilde, abierto, sencillo, dicharachero, optimista, pero por encima de todo, un tipo que volaba bajito”, cuenta su allegado primo Ronny Ramos. Ese es el mismo recuerdo que comparten cada uno de sus compañeros. Pier Luigi Cherubino, que le tuvo como ídolo, amigo y mentor, fue uno de los que mejor le conoció.
Y así, convertido en un chicharrero más y con la salsa como fiel compañera, los éxitos deportivos siguieron llegando. Aquel primer año del Tenerife en Primera la permanencia se aseguró tras una angustiosa promoción con el Deportivo de La Coruña. Fue un curso clave para colocar los cimientos de la época dorada del club y Rommel resultó fundamental para que el sueño se hiciera realidad. En su segunda temporada en la máxima categoría Redondo llegó como gran refuerzo y Rommel siguió a lo suyo. Aumentó su cifra goleadora a 13 tantos y el equipo terminó en una inimaginable decimocuarta posición. Su excelente rendimiento mereció que fuera premiado con el primer Trofeo EFE como mejor jugador iberoamericano de la Liga.
El interés que ya había generado en otros equipos se concretó en 1991 con una oferta del Valencia irrechazable para ambas partes: 300 millones para el club chicharrero y la oportunidad para el panameño de jugar en un grande. “Él no quería irse, pero se trataba de una cantidad importante para el Tenerife y de un gran equipo”, desvela Pier.
En el conjunto che militó una temporada que resultó difícil en lo deportivo. Guus Hiddink apostó por Lubo Penev pese a que los números del búlgaro eran peores hasta ese entonces. Rommel solo jugó como titular once encuentros de 22 en los que anotó 2 tantos, uno de ellos precisamente al Tenerife.
La solución llegó con la cesión al Albacete en el curso 92-93. Allí Rommel volvió a sentirse importante y, pese a no llegar a jugar ni una temporada completa, dejó una huella imborrable. En el Carlos Belmonte Rommel formó parte de la mejor época del ‘Queso Mecánico’, el equipo que brilló con Antonio López Alfaro. Él también quedó marcado por su personalidad. “Era muy generoso y buen compañero. Su familia era lo que le movía. Siempre les ayudaba económicamente, especialmente a su abuela, que fue quien lo crió”, recuerda Alfaro, que no olvida la felicidad que transmitía.
El sueño terminó el 6 de mayo de 1993. Rommel tenía previsto comer en casa con su primo Rolando Ramos, pero sus compañeros lo invitaron a sumarse a una paella en un restaurante de la localidad de Tinajeros y allá se fueron los dos. A la vuelta, por una carretera que los propios lugareños consideraban “criminal”, Rommel perdió el control de su Toyota Celica. El vehículo chocó contra un árbol y con tan solo 27 años Rommel falleció.
La noticia fue un mazazo. Panamá quedó consternada. Albacete, con más de 2.000 personas en su funeral y al que acudió también representación del Valencia, se volcó en su último adiós. “Fue durísimo”, recuerda Alfaro. Tenerife lo sintió especialmente. “Allí acogieron a Rommel como un hijo y eso se notó en la gente, que lamentó muchísimo su fallecimiento”, corrobora Miñambres. “No terminábamos de creerlo. Casi lo dabas por imposible, él no era mortal… Para Tenerife fue una tragedia. El Teide se puso a llorar”, recuerda Estebaranz sobre aquellos días difíciles.
Rommel Fernández caló hondo allá por donde pasó. Su hambre de fútbol y su voluntad de ayudar a su familia le llevaron a triunfar lejos de casa, pero fue su carácter sencillo y alegre el que le hizo eterno. Quizás ese haya sido el logro más importante de ‘El Cabezón’. Que tantos años después de su trágica muerte se siga hablando de su figura y de la huella que dejó en toda la gente que conoció habla de una persona excepcional. “Siempre recordamos los momentos lindos”, dice su hermano. “El decía que nació optimista y que moriría desde la misma manera”, apunta certero su primo. Y ese optimismo ha trascendido. Ha pasado el tiempo y Rommel sigue en las calles de El Chorrillo, Tenerife y Albacete suspendido en el aire como en uno de esos imponentes saltos que le llevaron a lo más alto. Como la música, que como fiel compañera, estuvo con él hasta el último momento. Veintiún años después el mito sigue vivo.