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Liga Adelante | Zaragoza 3 - Córdoba 1

Dime que sólo fue un sueño

El Zaragoza despierta de su pesadilla en Segunda. El ascenso llegó con otra goleada. Ewerthon abrió a un Córdoba inofensivo. Fiesta mayor en el estadio.

Los jugadores de Zaragoza celebran el ascenso con su público.
Los jugadores de Zaragoza celebran el ascenso con su público.

El Real Zaragoza se despidió con una cómoda goleada de Segunda División, de la angustia de un año entero, de todas las frustraciones intermedias, de la preocupación multiplicada en muchas tardes, de la irreparable tristeza que provoca un descenso a quien siente el equipo como algo irracionalmente propio. Un ascenso, en un club como el Zaragoza, significa una liberación, un reajuste de cuentas con la historia, la restauración del orgullo, el respeto a las tradiciones orales, la ordenación coherente de las vidas de todos aquéllos para los que el centro de esta ciudad, y acaso el centro mismo del mundo, se encuentra en el rectángulo esmeralda de La Romareda. Un título permite la exposición rutilante del orgullo, pero jamás alcanzará el dolor íntimo de un ascenso. No se trata de que valga más o menos. No es eso. Pero un zaragocista que ve a su equipo de vuelta a Primera, como lo vieron ayer los cientos de miles que estaban allí o miraban allí, es un hombre que puede mirarse feliz al espejo, y reconocerse humano y completo en la profunda debilidad de los vencedores. Un zaragocista puede, por fin, levantarse esta mañana y pedirle a su imagen en el cristal silencioso: "Dime que sólo fue un sueño, una pesadilla, un engaño". Y sí, ahora parece que sólo fue eso. Eso y nada más...

Ésta es la hora de gritar que el Zaragoza ha vuelto. Y de reafirmar que ninguna obligación impide la legitimidad del festejo; lo justifica el sufrimiento. Sobre todo para los jugadores, redimidos como colectivo. En el fondo, ésta ha sido una temporada redonda, pero con muchas esquinas. Hubo algo innegablemente dramático en el descenso del pasado año, hacía ayer 392 días. Algo que lo hizo distinto a descensos precedentes, a los de los años setenta o al de 2002. Pudo ser la abrupta y muy temprana quiebra de las ilusiones que había despertado el cambio de propiedad en el club; o el pensamiento de que fichajes como los de Ayala, Aimar, D'Alessandro, Diogo, Diego Milito, Matuzalem u Oliveira le daban forma a un nuevo Zaragoza, listo para quitarse el polvo de una falsa mediocridad, para resituarse en el fútbol español. Aquello empezó con una UEFA y terminó en descenso, en poco más de un año. Y puede, desde luego, que la problemática financiera en la que el descenso sumergía a la sociedad produjese un efecto depresor incalculable. La gente del Zaragoza no pensaba sólo en la pérdida de categor directamente temía por la pervivencia del club.

Todo eso quizás ayude a razonar el indecible comportamiento de la afición del Zaragoza en estos últimos meses. La hinchada ha jugado un papel esencial en el ascenso, y no se trata de agitar un lugar común. La afición ha aportado tanto como el mejor de los futbolistas. La comunión de ayer en La Romareda tuvo el aire de culminación de lo excelso; también de corolario, de resumen, de tratado de zaragocismo. Con La Romareda así, en estado de extático reconocimiento y entrega. Fue un día para catequizar a nuevas generaciones, para hacer satisfecho proselitismo de la camiseta blanca. Porque La Romareda, vestida con de un mismo color, fue de verdad como un equipo.

Inicio lento.

El relato del partido se apoya más afuera que en el césped. La goleada fue desplegada con la misma rotundidad formal de los últimos partidos. El Zaragoza ha metido tres en sus últimos cinco encuentros, jugados siempre en una sola dirección: la que marcaba la flecha de Ewerthon y sus goles. El de ayer tuvo la misma línea de fuga. Salvo por los primeros minutos, el Córdoba no atravesó ninguna frontera. Permaneció en su papel de invitado ajeno a una fiesta incontestable. Sin embargo, los primeros minutos dibujaron un partido que no tendría nada que ver con lo posterior. El equipo de Luna fue a presionar al Zaragoza a su área y después volvía para apretarse y cerrar caminos. Durante ese tramo dio la impresión de que la virtud fundamental iba a ser la paciencia. Una invitada imprevista. Por fortuna, el incómodo espejismo pronto se desvaneció.

El Córdoba (o el partido) iba a durar lo que tardó Jorge López en encontrar a Ewerthon. El brasileño viene a ser uno de esos futbolistas opinables que acaba con las dudas por la vía del cloroformo. El gol. Pero también posee valores más allá de toda consideración: el muy obvio de la velocidad, claro; y su modo de usarla para ejecutar los desmarques de ruptura, las carreras al espacio muerto de las defensas. Así partió al Córdoba. Su importancia la explica el recuento de todo lo que ocurrió hasta que el Zaragoza abrió el partido. En todo estuvo Ewerthon. En una volea que fue arriba; en la llegada por el lateral del área que Arizmendi no pudo acabar; en una prodigiosa aceleración perpendicular que mató a tres zagueros antes de que lo detuviera Fernando; en un cabezazo al palo. Y, desde luego, en el 1-0. Balón primoroso de Jorge López, gran generador de juego desde los márgenes del campo, y clínica finalización de Ewerthon contra el portero. Después, hacia el minuto 40, apareció también en la combinación con Ponzio que el argentino del pulmón oceánico cruzó para el 2-0. Ponzio jugó otro encuentro maravilloso. Se fue aplaudido como un jerarca cuando Marcelino le concedió un cambio temprano, homenaje a su incalculable importancia en la transformación del equipo. Y además lo relevó Generelo, que hizo medio partido soberbio. Con una exageración nada injusta cabe decir que la inferioridad en la que quedó el Zaragoza por la roja a Ewerthon la compensó Generelo él solito.

En el resto del inexistente mundo, mientras tanto, el Albacete ganaba al Hércules. No iba a terminar así, pero el Zaragoza ya estaba virtualmente en Primera y todo lo que ocurrió a partir de ahí quedó disminuido por el efecto relativizador del ascenso. Ocurrieron cosas, sí, pero fueron episodios menores en comparación con el hecho superlativo de la victoria. Un interludio sostenido hasta el júbilo final. También lo fue la roja a Ewerthon por cabecear la nariz de Cristian Álvarez mientras aguardaban un córner. A esa hora, diez minutos de la segunda parte, Arizmendi había empalado el 3-0 después de que Gabi y Zapater rajaran a Aurelio y Javi Casas con un tiralíneas. Ewerthon, pese a su arrebato tabernario, se marchó elevado por una ovación monumental de afecto. ¿Qué era una equivocación contra 28 goles?

El Zaragoza dejó correr el tiempo. Ander despidió el año de su epifanía y el aplauso contuvo una promesa de futuro que deberá ser defendida, por él mismo y por el Zaragoza como club. Y Zapater, por fin, abandonó el campo bañado en lágrimas. El capitán era ya un aragonés redimido; el zaragocista que hoy se mira al espejo y se reconoce, por fin. Zapater, en ese instante, éramos todos.