Primera | Real Madrid 3 - Mallorca 1
La fábrica de los milagros
El Madrid de Capello completó una hazaña increíble. Varela adelantó al Mallorca. Reyes (2) y Diarra, héroes de la remontada. Éxtasis en el Bernabéu
Probablemente sea el mejor entrenador del mundo, no lo discutiré. Pero yo propongo fichar a Capello cada diez años, para que nos haga el exorcismo. Pero luego que se aleje y nos deje vivir. Porque Capello cura a sustos. Y eso no hay corazón que lo aguante ni marcapasos que lo sostenga. El Madrid ha sido campeón con esa terapia y el resultado es que ha dejado similares lesiones cardiacas entre los vencedores y los vencidos. Al menos esta temporada nos sirve para definir su estilo particular: cuando piensas que no se puede ganar así, descubres que así gana Capello.
El partido que proclamó al Madrid campeón de su trigésima Liga fue una repetición de sus últimos encuentros. La cuestión se plantea del siguiente modo: para empezar, el entrenador acumula los problemas y permite que se desarrollen. Entretanto, Higuaín, Guti y demás compañeros del banquillo aguardan el descalabro como los chicos de la Cruz Roja, con la ambulancia en marcha. Hasta que se produce el destrozo y entonces, además de luchar contra el marcador, el enemigo y lo probable, se lucha contra el reloj de arena y los granitos que caen. Se pelea agónicamente, de forma apasionada, desgarradora. Y en ese trance el Madrid dibuja la única belleza que se permite Capello: la del héroe que huye o persigue, envuelto en balas o bolas de fuego, mientras se resquebraja el mundo y la chica se ahoga o se quema, o se va con otro, que es peor. Y llegados a ese punto de angustia, invariablemente y con precisión matemática, el Madrid de Capello gana. Y no sólo eso, es mucho más: gana siempre. Por eso Tom Cruise quiere rodar una película vestido de blanco. Porque visto lo visto, Misión Imposible le parece poco.
Personalmente, renuncio a entenderlo. El Madrid ha jugado mal durante la mayor parte de la temporada y sólo ha hecho excepciones contra los equipos grandes en los días gigantes. Supongo que es otro rasgo típico de la personalidad de Capello, de su plan de intimidación. Su primer objetivo, antes incluso de amueblar el búnker, es minar la confianza del enemigo directo, del rival más cercano. Con esa flecha en la espalda salió el Barça del Camp Nou, y luego el Sevilla del Bernabéu y antes todos los que se creyeron candidatos. Lo que sigue es sexo sin amor, carne cruda, canciones sin música y sin rima, austeridad espartana. Lo necesario para que toda la energía negativa que se genera como reacción a esa indigencia se transforme de alguna manera que ignoro en rabia positiva, en venganza constructiva.
Poder.
Si Capello definió un día las extravagancia del extinto Cassano como cassanatas, sus constantes rectificaciones podrían llamarse capellatas. Y no son bandazos, como le puede parecer al ojo poco iniciado, sino giros del destino, volantazos a pulso. Insisto, yo no lo comprendo bien, pero me remito al confeti que me rodea.
Esta forma de triunfar también nos enseña algo: la fe es un camino, un callejón que conduce al mismo lugar que las alfombras rojas. Tal vez no sea lo más lírico del mundo, pero así ganó Italia un Mundial: explotando las virtudes de una raza que se gastó la hermosura en el Renacimiento y ahora nos cobra a nosotros la factura. Por mirar.
Lo cierto es que con este Madrid, con su forma de vencer, de los partidos queda poco más que el último arreón, lo mismo que sobrevivirá de este campeonato. Sin embargo, no hay gesta sin amenaza, igual que no hay poemas sin desengaños, ni arte sin ratos muertos. Quiero decir que la felicidad absoluta es un inhibidor de impulsos creativos. Nunca fue ese el problema de este equipo.
Así que, analizado con perspectiva, se puede concluir que fue estimulante para el Madrid que Arango rematara al palo a los 38 segundos de iniciarse el partido. Y también sirvió de acicate el juego del Mallorca, serio y ordenado, muy por encima de las caóticas arremetidas del Madrid. Todo eso, sé que cuesta entenderlo, era bueno. Incluso el gol de Varela, que aprovechó un magnífico pase de Arango, el futbolista de la noche mientras el partido se rigió por los parámetros terrenales.
El duelo se manejaba por esos derroteros (derrotistas) cuando Van Nistelrooy se agarró la parte posterior del muslo izquierdo como si le hubiera alcanzado una bala invisible. El guionista daba otra vuelta de tuerca al argumento: el futbolista más decisivo del Madrid se veía obligado a abandonar el campo, lesionado. Cualquier otro equipo y cualquier otro público se hubiera muerto de miedo. Cualquier otro.
El Madrid, en cambio, continuó administrando su distancia con respecto a lo imposible, dispuesto a saltar sobre el triunfo en la última fracción del último segundo. Así, con una derrota que hacía campeón al Barcelona, voló el primer cuarto de hora de la segunda mitad, el tramo indicado para iniciar la remontada. Indicado para cualquier otro.
Rescate.
A la vuelta de esa esquina, el cielo comenzó a ajustar cuentas. Antes, Varela tuvo la sentencia en su bota derecha, pero la colocó mal. Poco después, Higuaín resolvió las eternas dudas de Robinho y activó un balón que se deshinchaba. Con un toque exquisito burló la defensa y ganó la cal viva. No conforme, levantó la cabeza y asistió a Reyes, que machacó en el palo corto. Dos grandes futbolistas con distintas azoteas se aliaban para rescatar al Madrid. Dos jugadores del banquillo. Como Guti, que salió tras el descanso para comenzar la reconstrucción. Atrás quedaban los murmullos de una primera parte horrible, esa mitad que ayer ganó Schuster. Lejos se ubicaban ya los gritos de los aficionados reclamando a Guti, reclamando fútbol. Ese clamor tampoco debería pasarse por alto.
Diarra, de un cabezazo formidable, logró el segundo tanto, el que valía el título. El gol volvió a ser una metáfora de esta historia triunfal, porque sumó pasión con fortuna: Moyá rechazó, pero el balón tropezó con un compañero. De un solo testarazo, Diarra salvaba copa y patria.
Reyes marcó el tercero, el que permitía respirar, el que daba inicio a los festejos, el que bendice la buena estrella de un presidente especialista en fugas y finales felices, el que santifica la flor de Capello, ese entrenador al que recibiremos con los brazos abiertos dentro diez años, o antes quizá.