Palop decide la final perfecta

Copa de la UEFA | Espanyol 2 - Sevilla 2

Palop decide la final perfecta

Palop decide la final perfecta

Detuvo tres penaltis en la tanda. Glorioso partido de Sevilla y Espanyol. Los campeones hicieron el pasillo a sus rivales en la entrega de trofeos

Fue extraordinario. Cabalgamos sobre el partido perfecto hasta que recordamos que esta final española aseguraba la victoria, pero también la derrota. Y nadie merecía perder. Nadie. Cada equipo había trazado un camino hacia la gloria. El Sevilla lo había construido por su acoso inagotable y el Espanyol por su resistencia espartana. Así que cuando empezaron los penaltis resultó imposible adivinar qué historia completaría el destino, qué final había elegido. No tardamos en descubrirlo. Eligió a Palop. Ahora queda claro: su parada al disparo de Torrejón, la tercera en la tanda, cerró el círculo que abrió su gol de cabeza contra Shakhtar en los cuartos de final.

Eso quiso el destino y aunque no se le puede negar el fino paladar, la final deja unas formidables ganas de llorar. De llorar a elección. Por la segunda victoria consecutiva del Sevilla, por su consolidación total, por las penas que pasaste y por la felicidad que te invade ahora, por esa sensación de haber alcanzado un lugar con vistas y alfombra mullida donde brindar por ti y por todos tus compañeros, los que están y los que no. Llorar de alegría, al fin, que es pasar los ojos por el lavado automático para verlo todo más claro y revelar el carrete de la memoria.

Pero también se puede llorar por el Espanyol a grifo abierto, porque no es posible imaginar una suerte más cruel que la del equipo que superó todas las adversidades posibles, dos marcadores en contra y un jugador menos, y al que ni siquiera la hazaña le sirvió para ganar. El mismo equipo que llegó para borrar la pesadilla de hace 19 años y que repitió los mismos pasos de entonces, muerte en los penaltis. Otra vez a las puertas, y sin perder un partido.

La deuda. Los dioses del fútbol le deben mucho al espanyolismo y le tendrán que dar mucho seguido, no sé cuándo ni dónde, ni si lo veremos nosotros. Sólo espero que ese día los que levanten las copas sepan que se comenzaron a ganar en Leverkusen y en Glasgow.

El pasillo que hizo el Sevilla al Espanyol cuando sus rivales fueron a recoger las medallas reconoció el esfuerzo de un enemigo colosal y nos ofreció otro razón para sentirnos orgullosos, de unos y otros.

Pero antes de esa explosión de emociones hubo un partido maravilloso donde nadie se reservó nada, sin lugar para especulaciones y otras miserias. Desde el primer minuto, cada equipo exhibió sus fortalezas y la impresión que dejó el muestrario de virtudes fue una igualdad casi matemática donde no había dictadura que se prolongara durante más de diez minutos. Por eso, a cada oportunidad del Sevilla se sucedía una del Espanyol, o viceversa, y así ocurrió también en los goles, el de Adriano, primero, y el de Riera, después, ambos magníficos y enlazados por el tiempo que cabe en un vaso, de optimismo o de coraje.

Ese hilo siguió el partido hasta que dio una voltereta con la expulsión de Moisés Hurtado, que vio su segunda tarjeta amarilla en el minuto 67. Si la segunda amonestación fue indiscutible, la primera ofrece todas las dudas posibles, inútiles ya. Sólo en su ausencia, comprendimos la importancia de Moisés: protegía a De la Peña, sujetaba los cimientos.

La primera consecuencia es que el Espanyol entregó metros y se refugió en su campo, en su área. La segunda es que Valverde, que había dado entrada a Pandiani en el 55', se vio obligado a retirar a un delantero centro. Y retiró a Tamudo. La lógica ilógica. El asunto se agravó cuando De la Peña fue relevado por Jónatas para afrontar la prórroga. La UEFA estaba en el aire y en el banquillo habitaban el símbolo y el genio.

El Sevilla disponía de demasiado tiempo como para no rematar la faena. Y a ello se puso, elevado por la entrada de Navas y su entusiasmo incontenible. Con el rival encogido y Riera agotado, Alves también entró en escena, lo que suele resultar mortal.

El partido se transformó en un embudo que desembocaba en Iraizoz, al que sólo se le escapó lo imposible. Fue la enésima internada de Navas, que buscó el pase entre las piernas de David García y encontró a Kanouté, que había despistado la vigilancia de Torrejón y remató a quemarropa.

El segundo gol del Sevilla dio la sensación de resultar tan definitivo que muchos seguidores del Espanyol comenzaron a llorar, rendidos y destrozados. Y así parecieron también los jugadores del Espanyol. El Sevilla perdonó el finiquito y Navas se marcó una rabona para la galería. Pecado de juventud. Tuvo que ser Jónatas, un futbolista al margen del raciocinio común, quien logró el empate con un zapatazo salvaje que rozaron los dedos de Palop.

El Espanyol resucitaba, y la final también. Habrá quien piense que no revivió por mucho tiempo, pero no lo creo cierto. Su reacción quedará para siempre y engrandece el triunfo de un Sevilla gigantesco que tiene algo más que un portero. Tiene un ángel, un ídolo del destino.