NewslettersRegístrateAPP
españaESPAÑAchileCHILEcolombiaCOLOMBIAusaUSAméxicoMÉXICOusa latinoUSA LATINOaméricaAMÉRICA

Liga de Campeones | Villarreal 0 - Arsenal 0

Una hazaña sin final

Riquelme falló un penalti a falta de un minuto. Fabuloso esfuerzo del Villarreal, que mereció la clasificación. El Arsenal hizo poco más que resistir

Guille Franco se lamenta después de que un fantástico cabezazo suyo se alejara por centímetros de la escuadra de Lehmann. El mexicano, titular por las molestias de José Mari, fue uno de los más activos del Villarreal.

Llorar está bien, es recomendable, y ahora se puede utilizar como buena excusa para regar otras penas que fueron, pero no lamentemos la falta de suerte porque no existe la suerte, hay un orden extraño que resulta incomprensible desde la perspectiva de unos pocos años e incluso de una vida entera, pero que más allá, no sé cuándo, hace encajar las piezas, saldar las cuentas, quiero creerlo. Por eso ha pasado el Arsenal a la final, porque ha concluido su legendaria maldición de equipo feo y perdedor, un maleficio que se rompió hace algún tiempo en Inglaterra y que ayer finalizó, tuvo que ser ayer, en Europa. Y exactamente por eso ha quedado eliminado el Villarreal, sencillamente porque era demasiado pronto, porque desde que llegó el éxito todo había sido demasiado bonito, demasiado perfecto. No tiene nada que ver con sus méritos, infinitos, tiene que ver con la necesidad de completar el círculo, de incluir el dolor, sólo así se cierra.

No es una teoría muy original. La escribió el Depor cuando Djukic falló aquel penalti, amputación imprescindible para ganar después el campeonato. Y en sentido contrario se demostró con los triunfos imposibles del Manchester ante el Bayern en 1999 (dos goles en el descuento) y del Liverpool frente al Milán, cuando remontó un 3-0. No hay suerte, les tocaba. Y no fue por esas finales concretas, por su juego en ellas, ni siquiera por su trayectoria en el torneo; fue por los años en el olvido, por los goles que no valieron y sí valían, por la gente que no se perdió, por sus gritos.

El Villarreal, aunque al decirlo me cierren la puerta en las narices, empezó ayer a ganar un título. Del mismo modo que sólo se descubre a los grandes toreros después de la primera cornada, de la primera sangre, la eliminación nos dejará ante un equipo más fuerte, más duro, tal vez más escéptico, porque así nos deja el primer desengaño y la primera muerte, pero preparado para la siguiente oportunidad, confiado, debería estarlo, en que las deudas se pagan.

No hay un solo reproche que hacerse. El Villarreal es, desde anoche, el segundo equipo de todos aquellos que no eran del Villarreal, de todos cuantos lo vieron. También ha ganado eso y será fidelidad que obligue hasta que el capitán del equipo levante una Copa. Fue imposible hacer mejor las cosas, simplemente no tocaba. Se domó el partido como había que hacerlo, resistiendo primero la velocidad del Arsenal y luego arrebatándole el balón, marcando después el ritmo adecuado y al final, entonces sí, acorralando al enemigo. Ese era el camino.

Sin reproches.

Por eso no hay culpables en el Villarreal. No lo es Guille Franco, pues, aunque dispuso de las mejores ocasiones al margen del penalti, se estrelló más con el destino que con el portero. Recuerdo un cabezazo a bocajarro que pegó en la rodilla de Lehmann y otro testarazo fabuloso que besó la escuadra, sin lengua, para nuestra desgracia. También estoy viendo una asistencia a Forlán que debía serlo y no se consignó porque el uruguayo disparó fuera. Al contrario, estoy por asegurar que el mexicano fue el mejor futbolista del equipo, el más rebelde de los rebeldes.

El Arsenal apenas tocó quince minutos y comenzó a recular sin disimulo, más seguro del reloj que corría que de sus posibilidades de marcar un gol. Hasta Henry lo entendía así y se afanaba más en defender que en atacar.

Cesc fue el único que no se encogió y continúo ejerciendo su labor de aguador, ese fútbol que insufla bocanadas de oxígeno a sus compañeros cuando no encuentran aire y boquean como atunes en cubierta. El muchacho es nuestro, esa es la otra buena noticia. Reyes, el otro representante del orgullo hispánico, se limitó a regalarnos un caño ejecutado de espaldas y acariciando el lomo del balón con los tacos que fue puro Curro Romero, pero que en poco alivió a su equipo. El Arsenal, antes del penalti, no dispuso ni de una sola ocasión clara, sólo saques de esquinas, pocos.

La evolución del Villarreal fue justo la contraria, y pasó de dubitativa a totalmente dominadora. Entonces, con el balón, el equipo es una delicia. La misma delicia (o más) que nos ofreció el Arsenal en Londres porque hablamos de equipos con muchos parecidos, desde el perfil de sus entrenadores, caballeros canosos, hasta la frescura de sus futbolistas, pasando, naturalmente, por el divino autismo de sus respectivas estrellas, testigos de mundos que a nosotros se nos ocultan.

Harto de buscar a ciegas, el Arsenal entregó el balón a falta de media hora. Pellegrini lo entendió y dio entrada a José Mari en lugar de Josico. Delantero por centrocampista, valentía obligada. Fue tanto el agobio que sufrieron los ingleses que me da la impresión de que no serán los mismos después de ver la muerte tan cerca.

El momento.

El acecho pareció encontrar el mejor premio posible a falta de un minuto para el final del partido. José Mari provocó un penalti que acabó siendo de libro: el sevillano se detuvo en la trayectoria de un defensa, aflojó el cuerpo, y esperó a ser arrollado; lo fue. El Madrigal se desbordó de alegría como un volcán. Una prórroga en esas condiciones era una victoria segura.

Pero las cosas dejaron de estar tan claras cuando observamos el rostro de Riquelme, tan triste que rozaba el abatimiento. Ni una mueca de confianza, si acaso un escupitajo que salió sin fuerza ni caudal, llovidito, más un problema al tragar que un desafío al portero que esperaba. No era la cara de un asesino, sino la de un reo. Estaba escrito que tenía que ser él, el guía que nos trajo hasta aquí, quien sufriera la máxima pena posible, en esto el fútbol también es contumaz, por eso fallan Baggio y Baresi, también Shevchenko.

El chut, sin excesiva fuerza y poca colocación, se estrelló en las piernas de Lehmann y el rebote pasó por la cara de Riquelme sin que pudiera casi ni reaccionar. Adiós. Henry lo celebró con una carrera que no acabó en gol porque Barbosa estuvo prodigioso y porque el castigo hubiera sido desproporcionado.

Cuando el árbitro pitó el final, El Madrigal volvió a desbordarse, aunque ahora de pena, de rabia, de lágrimas. Es duro, pero la gloria se paga por adelantado, siempre funciona de esa manera. Al Villarreal le deben una. Por eso hay que continuar luchando, con la cabeza muy alta porque perder así es ganar. Lo verán.