Yo estuve allí
Fue el 15 de mayo de 2002, en Glasgow, pocos minutos antes de las nueve y media de la noche. La gente de blanco, ubicada en el fondo contrario al ataque madridista andaba un poco inquieta. El gol del empate del Bayer Leverkusen y el mejor juego de los alemanes no hacía presagiar nada bueno. Había nervios, muchos, no sólo en la grada, sino también en el terreno de juego. Figo andaba cojo, Makelele se las veía y deseaba para intentar detener el centro del campo comandado por Ballack, y el equipo de Del Bosque no terminaba de carburar.
Así, con el ánimo sobresaltado y casi sin uñas, Handem Park (o al menos la mitad del mítico estadio) asistió a lo imposible. Desde la banda izquierda, Roberto Carlos se quitó como pudo de encima el balón, que voló sin sentido como un melón al corazón del área. Prácticamente sin opciones, la gente observó de lejos cómo el número cinco del Real Madrid comenzaba a mirar al cielo y a acomodar su cuerpo quién sabía para qué.
El gesto duró apenas tres, cuatro segundos, pero parecieron horas. Zinedine Zidane levantó su pierna izquierda y sin dejar caer el balón firmó el gol más bello visto en una final de la Copa de Europa. Un tanto que ni siquiera fue celebrado. Fue tal la impresión al ver entrar el balón que nadie gritó gol en Glasgow. Lo primero que se oyó en el cielo escocés fue un ohhhhhh!!!! eterno de sorpresa y admiración. Después, el público estalló al mismo tiempo que el genio marsellés corría hacia el córner gritando desde la entrañas el "¡toma!, ¡toma!, ¡toma!" de La Novena.
Yo estuve allí, admirando ese gol increíble. Ahora, firmada su despedida del fútbol, llegan esos momentos a la memoria junto con el tanto frente al Deportivo, los miles de controles increíbles, su elegancia, su presencia, su juego, su liderazgo, su personalidad Zidane, el más grande, se va, pero, como decía ayer en este diario Juanma Trueba, no me da pena. Estoy orgulloso de haber pasado por ahí, haberlo visto y poder contarlo. Salud y suerte, maestro. Y gracias por todo.