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Liga de Campeones | Bayern 1-Real Madrid 1

Un regalo de Kahn

Una cantada salva a un Madrid mediocre. El Bayern fue más rival de lo que se esperaba. Iker fue el mejor.

<b>ABRAZO</b>. Todo el equipo abraza a Roberto Carlos tras el gol que empató el encuentro.

No eran tan malos, vaya por Dios. Los del Bayern, digo. Si el MAdrid se relame ahora, si se ve en cuartos, es porque Kahn el malvado tuvo un error de esos que acaban con una carrera, un fallo demasiado ridículo como para reírse porque te podría pasar a ti. Creo, sinceramente, que salvarse así no es para estar muy orgullosos. Y, sin embargo, cuando el árbitro señaló el final del choque Zidane tomó el balón con las manos y chutó hacia el cielo, como si el pitido fuera un alivio, como si el empate hubiera sido una proeza, pero no lo fue.

Ni siquiera el resultadismo debería hacer olvidar el mal partido del Madrid. Cuando eres tan bueno no puedes celebrar que el enemigo se dispare en un pie, no puedes vivir de eso, porque cuando un equipo acumula tanto talento está obligado a un cierto romanticismo, a defender un honor. Y no hubo nada de eso.

Ninguno de los galácticos estuvo a la altura de las circunstancias. Bueno, uno sí, Casillas. Independientemente de lo que le suceda al resto, agobios o exhibiciones, Iker sigue creciendo como portero, cada vez más seguro, más sobrio, los relfejos intactos. Sólo él hizo justicia a su fama. Y más aún. Ayer se quitó del camino a un rival en su carrera para ser considerado el mejor guardameta del mundo. Que pase Buffon.

El Madrid saltó imperial al campo, guapo. El partido lo exigía, también la expectación, infinita, y la admiración que despiertan unos jugadores cuya mera presencia acompleja a muchos equipos y me atrevería a decir que a algunas aficiones. Pero ese gesto de grandeza no duró mucho, quizá no fue más que el cuello estirado de Helguera, el desfile inicial.

No habían pasado dos minutos cuando Roberto Carlos estuvo a punto de marcar en propia puerta. Un susto inmenso, pero él se rió. Eso podía interpretarse como un ramalazo de la alegría brasileña, inasequible a los bombardeos, pero quizá, visto ahora con perspectiva, delataba una actitud demasiado relajada, un punto de superioridad.

El Madrid no tenía la mirada inyectada de otras ocasiones, Manchester o Turín, y eso se reflejaba en un juego intermitente, como si se les olvidara el desafío entre manos, tanto habían escuchado que el Bayern está en crisis, que no da miedo. Faltaba ese sentimiento común de proeza que acompaña los grandes momentos porque el Madrid no cosideró lo de ayer como un gran momento. En ciertas fases del juego, hasta entendió que el empate a cero no era mal resultado, como si fuera un equipo vulgar de esos que deben hacer cuentas.

Cómo sería que a Kahn sólo le llegaron dos balones entre los palos. El primero en el minuto 45 de la primera parte, un chut cruzado de Ronaldo, muy flojo, que detuvo sin problemas, sin tirarse, lo agradeció su lumbago. El segundo se lo metió él. Entre medias el Bayern hizo más cosas, las de siempre, sin grandes finuras, pero con una insistencia muy meritoria para quine no tiene más y se empeña en estirarlo.

Es cierto que el Madrid no tenía muchos problemas para sacudirse esa presión, pero sus toques en el centro del campo, algunos exquisitos, no iban a ninguna parte, básicamente porque no había nadie que se desmarcara, ni una carrera, ni un solo desdoble. Y esto tal vez le pertenezca a Queiroz, sugiero. Porque el partido se terminó pareciendo demasiado a los que siempre recordamos del Madrid en Múnich, los mismos ahogos absurdos, idéntidos desmayos, ni una solución.

La segunda parte no cambió nada, aunque dio esa impresión, porque cada vez que el Madrid sacaba la cabeza creíamos que era para algo, pero no, por el mismo martilleo sobre la portería de Casillas, muchas patadas y un árbitro que miraba a otro sitio.

Tal y como se venía venir, Makaay abrió el marcador y cabeceó a la red un centro de Pizarro (jugador limitadito). Ni siquiera eso agitó mucho al Madrid. En los momentos que siguieron, el Bayern estaba más cerca dle segundo que el Madrid de igualar, la eliminatoria al borde de la angustia.

No obstante, lo que parecía una falta incoente, demasiado lejos, se convirtió en una sentencia. Roberto Carlos chutó colocado pero sin excesiva fuerza, el balón rasito. Así de claro debió verlo también el temible Kahn, que se lanzó a por la pelota con bastante comodidad, quizá para no herir al lumbago. Sin embargo ese gesto le mató: quiso atrapar el balón sin el cuertpo en el suelo y se le coló por el sobaquillo, un gigante menos, los guantes tirados en la hierba cuando acabó el partido, como un testamente.

Todo el trabajo del Bayern, su espíritu de superación, su forma de reivindicar el escudo cuando le daban por condenado, la grandeza, la lucha, todo se quedó en nada. Y todo lo que el Madrid había perdido (prestigio, entre otras cosas) pareció ganado, un gol salvador, la eliminatoria en el bolsillo, la risa de Roberto Carlos y el balón que chutó al cielo Zidane.