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euroliga | barcelona 86 - olympiacos 68

París, bendito París

Ciclópea exhibición de un Barcelona que gobernó con una autoridad absoluta la final en la que conquistó su segunda Euroliga. El equipo de Xavi Pascual ganó en planificación y ejecución, fue mejor en todos los aspectos del juego que un Olympiacos desbordado y sin timón, sometido a los designios de un rival que le pasó literalmente por encima con una defensa para el recuerdo y un ataque equilibrado, inteligente y estético liderado por un Juan Carlos Navarro sencillamente superior, MVP de la final, de la noche más hermosa del Barcelona.

<strong>BARCELONA, CAMPEÓN.</strong>
BARCELONA, CAMPEÓN.

París ha perdido la oscura imprecación, su ascendencia maldita sobre el Barcelona. Vuelve a ser (lo es más que nunca) la ciudad de la luz. La del Louvre, Montmartre y Notre Dame. Y la del Sena, por el que se alejan corriente abajo el fatalismo, el miedo, la sospecha. Va por París, sí, y su sabor hasta hoy a hiel por viejas derrotas y viejas afrentas, por aquel tapón de Vrankovic. Pero va también a la salud (adiós, adiós...) de todos los fantasmas del armario. Por la libélula Wright y su Banco Roma, por la maravillosa Jugoplastika de Kukoc y Radja, por Rivers y Tarlac, por Siskauskas... Va por París pero también por Berlín, Praga, Roma o Tel Aviv. Y por Barcelona, por supuesto. Donde llegó la Euroliga en 2003 y donde regresa en 2010 tras una confirmación, una catarsis, un susurro benevolente del destino. La pesadilla ha muerto. La pesadilla es, por fin, sueño en azulgrana.

Este es el éxito del trabajo y la fe, de la inversión y la ejecución, de la paciencia y la sapiencia. De Creus, como cerebro y Xavi Pascual, últimos manotazos contra la sombra de la duda, como instrumento. Es el éxito de la mentalidad, la concentración y la calidad al servicio del trabajo. De la disección y la comprensión absoluta de un deporte y una época, de una forma de jugar. Es el triunfo del, seguramente, mejor Barcelona de la historia, de uno de los equipos con más equilibrio y perfección en su confección y síntesis de la historia del baloncesto europeo. De la moderna al menos. Y es, claro, la bendición para el que responde en la hora de los valientes, para el que está en el lugar adecuado a la hora adecuada. Para el que acude a su cita con la historia puntual y con el ánimo inflado, liberado y poderoso, con el halago fácil rumiado y digerido y la victoria como obsesión, alfa y omega. Ser favorito y ganar. Estar hecho para ganar y ganar. Tenerlo todo para ganar y ganar. Un proceso sublime en el que hay más alquimia que lógica y en el que lo que podría parecer fácil se convierte en insoportablemente difícil. De laberintos como ese están hechos los huesos del baloncesto y del deporte. No esta vez, no para este Barcelona. No para el que ya es oficialmente, tras meses de radiarlo por sensaciones y resultados, el mejor equipo del continente. El rey de Europa.

Bordar el baloncesto

La final no fue más que la manifestación última de la grandeza de este Barcelona, una demostración de superioridad descomunal, un brindis por el éxito del equipo como concepto absoluto. Algo que Olympiacos no consigue pese a los millones infinitos de los hermanos Angelopoulos. Giannakis maneja de forma tosca un transatlántico que se deshizo en el momento definitivo. Otra vez Titanic, sigue Olympiacos alimentando una historia en la que inversión y resultados difícilmente convergen. Contra el Barcelona no tuvo plan y contra el Barcelona no basta acumular individualidades, rotar y rotar, lanzar soldados de un ejército inacabable hasta dar, como en un juego de dados, con la combinación ganadora. Giannakis quiso ir al intercambio de canastas, al partido ágil, y se encontró desde el inicio fuera de foco, a remolque, sin retórica en ataque y sin más plan defensivo que el acelerón de músculo y dureza del tercer cuarto. Detrás de los nombres y la presión ambiental no hubo nada. Teodosic empezó como un ciclón de seda pero se perdió en el banquillo cargado de faltas. Papaloukas y Bourousis evitaron una fractura histórica antes del descanso y del resto hubo pocas noticias. Childress naufragó ante Mickeal y Kleiza ante el mundo, consumido por su ansiedad y su mala cabeza y sin aportación hasta el segundo tiempo, demasiado tarde. Schortsanitis quedó retratado en una batalla interior que se prometía a muerte y que fue finalmente una masacre en la que el Barcelona aseguró más de media victoria por rotación, músculo y envergadura pero también por concepto, trabajo previo y sistema colectivo. Algo que Olympiacos no pensó, ni siquiera sugirió.

La hora de todos

Contra la anarquía, las ráfagas y finalmente la impotencia, la aplicación y ejecución del Barcelona, fue sinfónica y armónica, lógica y ejemplar. Lo difícil hecho fácil: por todo esto era favorito. Por actitud, trabajo y sacrificio. Por ensamblaje, por dinámica, por solidaridad y calidad. Olympiacos asistió impávido a su propia derrota, a una ejecución calculada por un Xavi Pascual impecable, que demostró su profundo conocimiento y su excelente manejo de una plantilla formidable. Los números son la historia del partido, la explicación matemática de la lección aplicada por un equipo superlativo en el Paris Bercy. El Barcelona ganó el rebote (el total y el ofensivo), perdió menos balones y suprimió literalmente a Olympiacos en juego colectivo (18-10 en asistencias) e intimidación (8-4 en tapones). La valoración total, un dato que explica las coordenadas del duelo, terminó en 104-58. Siempre apabullante. Un escándalo en una final de Euroliga.

Navarro, por supuesto, fue líder y genio. MVP con 21 puntos, 5 rebotes, 3 asistencias y una precisa demolición psicológica del equipo griego cada vez que este asomaba la cabeza. Ni los minutos de más presión y más contacto de Penn frenaron las apariciones en cada trance importante del hombre que lleva en su pecho el escudo del Barcelona y en sus hombros las dos Euroligas de la historia del club. Esta vez Ricky (trabajo en defensa y detalles excelsos pero cierta irregularidad) no fue definitivo y Pascual sorprendió y acertó sin Lakovic y con más de 20 minutos en cancha de un Sada que realizó el partido de su vida: defensa, cabeza en los peores minutos del tercer cuarto y hasta un triple fundamental cuando más apretaba la necesidad, en el último coletazo de un gigante que se resistía al inevitable desplome final. En esa línea exterior volvió a ser instrumental Pete Mickeal con 10 puntos en el primer cuarto (en total 14, 5 rebotes, 3 robos...) y un trabajo demoledor sobre el peligro en el '3' del roster rival.

Pero fue el combate en la zona, la gran batalla en el corazón de la final, donde el Barcelona mordió definitivamente la yugular de su rival. A partir de ese cemento acertó en el tiro exterior, martilleó con equilibrio dentro-fuera, circuló y ejecutó con sentido y jugó un baloncesto precioso, en fases literalmente perfecto. Como en la Copa, se liberó de toda aprensión y toda ansiedad en las rondas previas y despegó hacia el infinito en la final. Bajo los aros, decía, cimentó el equipo azulgrana su control físico y psicológico del partido. Contra el músculo griego Fran Vázquez respondió con 4 tapones, tres en un primer cuarto en el que absorbió literalmente la intensidad de cada rival con el que se emparejó. Morris y Lorbek trabajaron a fondo y Ndong respondió con grandeza en los minutos calientes. En el tercer cuarto, en el único amago de rebelión, Ndong y Sada combinaron ocho puntos para el 8-0 que mató a Olympiacos. Testimonio de profundidad de plantilla, confianza, trabajo y categoría.

Lección para la historia

La película del partido tuvo segundos en rojiblanco (0-3 tras triple de Kleiza) y una eternidad excelsa en azulgrana. Una marea de precisión y pasión, puro baloncesto, lo devoró todo, rival y ambiente. A ritmo de crucero y disparado por la anotación exterior (Ricky, Navarro, Mickeal) y el cierre hermético de la zona, el Barça despegó (20-13) entre tapones de Fran, transiciones letales y circulación colosal. 28 puntos en el primer cuarto y 47 al descanso, los mismos que en tres cuartos ante CSKA. Dosificando minutos, respondiendo a los movimientos de Giannakis en los emparejamientos y manteniendo la tensión y el trabajo solidario e inteligente, el Barcelona gobernó el partido sin más valle que el arranque del segundo tiempo, con Olympiacos quemando naves y alcanzando a zarpazos un 52-47 en el ecuador del tercer cuarto. Eso fue todo. No volvió a tener fluidez ofensiva, congestionado y ahogado en una defensa salvaje pero más aparatosa que efectiva, agotado por un rival que era más y mejor en todo. Más alto, más rápido y más fuerte. El último cuarto se vivió sin lenguaje corporal de remontada y con las ventajas, un sueño hecho realidad, instaladas en el escándalo (71-52, 86-65...).

Por entonces y con casi medio cuarto por jugar ya transitaba el Barcelona con la final ganada, con la celebración goteando, escapando por sus poros, con el corazón en un puño. Por justicia, por juego y por despliegue en cada emboscada y en la batalla final. Por planificación y trabajo, por calidad colectiva e individual. Por equilibrio y mentalidad. Por cualquier razón que se dibuje, por todo argumento posible. Por puro baloncesto: el Regal Barcelona es campeón de la Euroliga. Es, que nadie lo ponga en duda, el rey, el mejor equipo del continente.