Gaming Club
Regístrate
españaESPAÑAméxicoMÉXICOusaUSA

Dando la nota

El potencial del ritmo y la música dinámica en videojuegos

El estreno de Hi-Fi Rush y el anuncio de la secuela de Samba de Amigo invitan a pensar sobre lo mucho que aún se puede hacer combinando estos medios.

Música en videojuegos

A principios de este mes hablamos sobre cómo Hi-Fi Rush había recuperado un tono y una filosofía de juego cada vez más difícil de encontrar entre las grandes desarrolladoras, por norma más preocupadas por empujar el listón técnico y/o alcanzar prestigio mediático que por celebrar la faceta más experimental e irreverente del medio. Entonces no profundizamos demasiado en su forma de usar la música porque, si bien integral para darle frescura a la propuesta, suponía irse por una tangente que podría alejarnos un poco de sus puntos en común con otras obras (Viewtiful Joe y el cine de Edgar Wright) que también nos brindó la oportunidad de celebrar.

Pero en esto que pasa un día (literalmente uno), Nintendo celebra el primer Direct del año y Sega anuncia nueva entrega de Samba de Amigo. Saga musical colorida y desenfadada que pertenece a la misma época que John Johanas, director de Hi-Fi Rush, quería evocar con su juego. Dicho esto, a pesar de las similitudes superficiales, hay una diferencia clave: si bien Hi-Fi Rush incluye momentos con secuencias de botones y ritmos predefinidos, homenajes a la estirpe de juegos musicales “puros” como PaRappa the Rapper, Elite Beat Agents, Guitar Hero y tantos otros, son esporádicos y sirven como eso, homenajes. Guiños que de paso añaden variedad al desarrollo.

Hi-Fi Rush (2023)
Ampliar
Hi-Fi Rush (2023)

Interpretación vs. expresión

Durante la mayor parte del juego, sin embargo, la música funciona como refuerzo para una jugabilidad libre, expresiva, donde el jugador decide qué combos ejecutar y cuándo ejecutarlos. Alinear los ataques con el ritmo de la pieza elegida para ambientar cada nivel o jefe no es obligatorio (a menos que juguemos en el modo de dificultad más alto), pero lograrlo aumenta tanto el daño que infligen como los puntos que suman al indicador de clasificación, así que entrar en el flow, aprovechar la sinergia entre juego y música, resulta en un combate más eficiente y satisfactorio sin que la alternativa se traduzca —fuera de casos concretos como parries— en error.

Esa distinción es la que hace de Hi-Fi Rush una anomalía no solo entre los beat ‘em up, también entre los juegos musicales. En Samba de Amigo, por ejemplo, la adecuación de los movimientos que simulan el agitado de maracas al ritmo y las posiciones requeridas por cada canción no solo sirve para lograr buenas puntaciones, es la única línea que separa éxito de fracaso. La expresión existe fuera de la pantalla, en la interpretación física del jugador, razón por la que este y títulos similares (Dance Dance Revolution es otro buen ejemplo) ganan enteros al ser jugados en compañía; pero cuando se trata de la dinámica entre juego y música, la relación es unidireccional.

Samba de Amigo: Party Central (2023)
Ampliar
Samba de Amigo: Party Central (2023)

Observar esta distinción fue lo que empujó a Shigeru Miyamoto (creador de Mario y Zelda) hacia el concepto de Wii Music, juego centrado en la faceta de expresión, el arreglo y la modulación libre de decenas de temas con también decenas de instrumentos. Durante la interpretación, los mandos permitían añadir, omitir o alargar notas, e incluso aplicar efectos como trémolos o glissandos, sin necesidad de tener conocimientos musicales o que resultase en una puntuación mejor o peor al final de la sesión. La experimentación era el fin, no un medio para superar metas arbitrarias.

El resultado fue uno de los mayores fracasos críticos de la compañía, objeto de mofa desde la presentación durante el infame E3 de 2008 (evento sin anuncios de peso dedicado a cifras de ventas, Wii Fit, Wii Sports Resort y el propio Wii Music a modo de “gran cierre”) hasta que la gente pudo probarlo de primera mano y acusar la falta de precisión y objetivos para mejorar o siquiera jugar: en su bienintencionada búsqueda de esa expresión, Miyamoto obvió que improvisar por sí solo no era un gancho con suficiente fuerza como para relevar la sensación de superación y éxito proporcionados a la mayoría de jugadores aquellos basados en interpretar más a rajatabla.

Conferencia de Nintendo en el E3 de 2008.
Ampliar
Conferencia de Nintendo en el E3 de 2008.

Si dejar la evaluación de una interpretación en manos de un juego implica marcar unas pautas, y permitir la expresión requiere abrir espacio fuera de ellas, no queda otra que elegir. Siguiendo con Miyamoto, pensad en la ocarina que dio nombre al primer Zelda de Nintendo 64: en ella podíamos tocar cualquier melodía si sabíamos las equivalencias entre botones y notas (disponía de la escala musical completa), pero solo presionando las combinaciones adecuadas se obtenían resultados válidos para progresar. La expresión existía, aunque como componente recreativo opcional, al margen de las funciones mecánicas más específicas ideadas para el instrumento.

De forma consciente o inconsciente, es probable que Ocarina of Time plantase la semilla del modo improvisación de Wii Music, donde el jugador podía elegir un instrumento cualquiera y agitar los mandos o presionar botones al azar porque el juego se encargaba de traducir inputs en notas de una melodía coherente y hacer que la banda a nuestra espalda se adaptase al ritmo y armonizase. Considerando las limitaciones, el resultado a menudo era convincente, creando la ilusión de que tocábamos aunque no supiésemos absolutamente nada sobre teoría musical.

Otocky y Rez; la sinestesia y el groove

El problema, de nuevo, es que una experiencia musical interesante no equivale necesariamente a un juego interesante, o al menos a uno capaz de sostener dicho interés durante horas, más allá de la curiosidad inicial. También publicado por Nintendo pocos años antes, Electroplankton permitía experimentar con el stylus en la pantalla táctil de Nintendo DS, creando y alterando música de forma más orgánica al interactuar con pequeñas criaturas acuáticas. Fue un juego “no juego” mejor aceptado como tal por evitar al instante comparaciones superficiales con las ofertas musicales más convencionales, basadas en seguir ritmos y acertar marcadores.

También fue, curiosamente, la última extravagancia interactiva nacida de la mente de Toshio Iwai, diseñador que en 1987 ya había dado con la solución para mucho de lo que hemos estamos hablando hasta ahora (por si pensabais que el rodeo no llevaba a nada). Porque entonces creó un juego con música dinámica y armonización automática de las acciones del jugador, pero también niveles para superar y jefes a los que derrotar. Un shoot ‘em up, de hecho, bastante difícil. Hablamos de Otocky, exclusividad de Famicom Disk System que, por desgracia, nunca llegó a salir de Japón.

Otocky (1987)
Ampliar
Otocky (1987)

Y no salió porque, a diferencia de otros juegos como Zelda o Castlevania, adaptados a Occidente revisando la música para que se ajustase a las limitaciones del cartucho estándar, en Otocky el canal de sonido extra de Famicom Disk fue puesto a buen uso como parte de su propuesta jugable, donde la mascota protagonista no solo se defendía de los enemigos disparando orbes de ida y vuelta cuales bumeranes, también componía la banda sonora de los niveles al hacerlo: por defecto, estos estaban ambientados con una simple base rítmica, así que la melodía se formaba según la dirección del disparo y el instrumento activo, variado al coger power-ups.

Aunque el resultado podría haber resultado en cacaos disonantes, de nuevo, el juego se encargaba de armonizar la melodía con la base, aunque seguía ofreciendo una experiencia de interpretación más plástica que Wii Music gracias a las ocho direcciones del disparo y la flexibilidad de la cadencia. Con posibilidades casi infinitas moldeando el sonido, cada partida generaba melodías diferentes, acordes a nuestra forma de jugar, e incluso incentivaba seguir disparando sin objetivos en pantalla para mantener la música sonando. De hecho, también incluía un modo extra sin enemigos para que pudiésemos disfrutar del placer de “tocar” sin preocuparnos por peligros.

Incluso fallando y muriendo antes de alcanzar el jefe (los niveles se repetían en bucle mientras no recogíamos todas las notas), jugar a Otocky era inmediatamente estimulante gracias a la asociación entre disparos y música, que convergían en una acción y resultaban en el fenómeno conocido como sinestesia. Término utilizado para aludir a un estado neurológico que afecta a un porcentaje pequeño de la población y crea asociaciones involuntarias sin necesidad de estímulos adicionales (percibir un sabor al escuchar una palabra o un color al leer un número), pero también aplicado en el terreno artístico por la persecución voluntaria de esta fusión sensorial.

Fue esa persecución la que empujó a Tetsuya Mizuguchi, productor detrás de una saga de recreativas noventeras tan célebre como Sega Rally, a centrar sus esfuerzos en la unificación más fluida de imagen, sonido e input del jugador a través de títulos como Lumines o el reciente Tetris Effect. Aunque el que merece pararse más hoy es Rez, rail shooter psicodélico de Dreamcast y PS2 en algunos aspectos más limitado que Otocky (menor control sobre el personaje, melodías predefinidas y ausencia de distinción tonal según dirección del disparo), pero más efectivo a la hora de sumergirnos en una experiencia trascendental gracias a esa faceta multisensorial.

Rez (2001)
Ampliar
Rez (2001)

Frente a los colores sólidos y los motivos musicales de Otocky, Rez tenía una puesta en escena más abstracta y voluble, en línea con los gráficos vectoriales usados antaño para dar vida al ciberespacio (véase Tron), sujeta a constantes transformaciones y propulsada por un in crescendo continuo en la música, que añadía instrumentos y aumentaba el tempo sección tras sección. En medio de todo ello, el jugador apuntaba y disparaba como si de un Panzer Dragoon se tratatase, pero añadiendo nuevos sonidos y percusiones a la mezcla con cada centrado, impacto y explosión en cadena, resultando en un festín visual, auditivo y táctil gracias a la vibración del mando.

Aunque no tiene traducción exacta, la palabra groove es una de las más recurrentes al hablar de música no desde el punto de vista teórico, la matemática y las estructuras que le dan forma, sino el efecto que estas tienen en las personas. La capacidad para provocar una respuesta intuitiva, de empujarnos a acompañar el ritmo con el cuerpo, aunque solo sea agitando la cabeza o los pies. Rez, quizá más que cualquier otro juego aun ahora, es la materialización de esa idea un entorno interactivo, donde el jugador se involucra por partida doble porque recibe, reacciona y modula, añadiendo ritmos y creando su propio groove sin necesidad de conocimientos musicales.

Potencial explorado y por explorar

Es una de las razones por las que la propuesta de Rez sigue siendo de las más atemporales del medio (años después fue relanzado en HD, y luego adaptado a realidad virtual sin hacer más que mejorar) y también por las que sorprende que algo como Hi-Fi Rush, capaz de llevar esa misma clase de groove a un tipo de juego tampoco estrictamente musical como el de los beat ‘em up, y encima hacerlo con abundante espacio para desarrollar la faceta expresiva de la música a la vez que la del combate, sea una anomalía y no parte de una tradición más rica fusionando géneros.

Con esto tampoco queremos decir que a lo largo de los años no hayamos recibido un buen puñado de experimentos con el ritmo como protagonista sin ser musicales en sentido escricto (como el genial Thumper, otro de esos juegos que inducen en trance sensorial). Algunos seguramente recordarán cómo el plataformas indie Bit.Trip Runner usaba la música como refuerzo para sincronizar los saltos en niveles por los que nuestro personaje corría de forma automática. Una idea que poco después adoptó otro juego perfil mucho más mediático como Rayman Legends para plantear varios de los niveles más memorables no ya de su saga, sino de todo el género plataformero.

Es apenas una pequeña muestra del potencial que brinda la música al ser usada como algo más que un acompañamiento para establecer el tono (rol también esencial, que no se entienda lo contrario), y eso que en casos como el de Rayman Legends no hay flexibilidad o retroalimentación, el juego se limita a reproducir una melodía que encaja con el ritmo de las acciones requeridas para progresar. En ese sentido, no es tan diferente de los musicales con pautas específicas; pero el hecho de integrarlo en un contexto plataformero, manejando a un personaje que corre, salta y golpea, ayuda a recrear la ilusión de la sinestesia siempre que no pensemos demasiado en ello.

En Hi-Fi Rush, por contra, la sinestesia se alcanza con más esfuerzo porque, a diferencia de Rayman, admite flexibilidad. Y con la flexibilidad, también expresión. Así que después de jugarlo, cuesta no mirar hacia otros géneros y pensar en las posibilidades. Como ya hicimos en su día al jugar a Crypt of the NecroDancer, roguelike donde solo podemos movernos y atacar siguiendo el ritmo; o el año pasado con Metal: Hellsinger, cañero FPS donde la música también sirve como compás de la acción. A fin de cuentas, si lo que hace que los videojuegos sean videojuegos es la interactividad, es lógico desear que esta no se quede en el componente visual y también siga buscando nuevas funciones y oportunidades para aprovechar el auditivo. Aunque sea difícil de explicar, el groove se siente, y sobre todo se disfruta.

Crypt of the NecroDancer (2015) / Metal: Hellsinger (2022)
Ampliar
Crypt of the NecroDancer (2015) / Metal: Hellsinger (2022)