25 años de Xenogears, el hermano más complejo de Final Fantasy
Recordamos la ópera prima de Tetsuya Takahashi, fundador de Monolith Soft y creador de Xenoblade. Un JRPG tan ambicioso que Square lo sacó a medio terminar.
25 años después, y a pesar de la existencia de otros siete juegos con el prefijo Xeno tomando su relevo para mirar desde nuevos ángulos muchas de sus ideas, no son pocos los que añoran la complejidad narrativa de la obra con la que debutó como director Tetsuya Takahashi. En la actualidad más conocido por Xenoblade Chronicles, durante su etapa en Square este creativo firmó la clase de historia sobre la que se escriben otras historias. Una épica que dejó en muchos fans un hueco imposible de llenar incluso desde que Namco y Nintendo produjeron sucesores espirituales.
Es el vacío resultante de ver cómo un JRPG con potencial para encaramarse al trono de su género acabó sacrificando decenas de horas de desarrollo para cruzar a tiempo la línea de meta establecida por ejecutivos que probablemente nunca lo jugarían. Y también de la capitulación posterior, la aceptación por parte de su propio creador de que algo así nunca podría haber llegado a buen puerto sin concesiones como las que aplicaría por voluntad propia a proyectos posteriores. Xenogears fue un monumento a los excesos de ambición, aunque también a la capacidad para perdurar en el tiempo. Porque ni en sus momentos más bajos, dejó de cuidar sus temas centrales.
Project Noah, el Final Fantasy VII descartado
Gran parte de esa trascendencia, y del éxito de Xenogears a pesar de abarcar mucho más de lo que aprieta, es su concepción como esfuerzo colaborativo entre Takahashi y su mujer, Kaori Tanaka (de ahora en adelante referenciada por el seudónimo artístico Soraya Saga). Al igual que Takahashi, Soraya se incorporó a Square en calidad de diseñadora gráfica a principios de los noventa; y, también como él, cada vez mostró más interés por involucrarse en la faceta narrativa, llegando a escribir la historia de Edgar y Sabin cuando Final Fantasy VI se planteó como un juego mucho más coral y la creación de los personajes se repartió entre varios miembros del equipo.
Esta clase de inquietud narrativa, unida a otros encuentros como la fascinación común por obras de novelistas, filósofos y psicólogos occidentales, llevó a Takahasi y a Soraya no solo a cimentar una relación que acabaría en matrimonio, también a idear juntos el concepto que propusieron para Final Fantasy VII. Una premisa más compleja y adulta, con mayor componente de ciencia ficción y con un protagonista marcado por conflictos de personalidad más extremos de los que Hironobu Sakaguchi, creador y máximo responsable de la saga, se sentía cómodo incluyendo en una entrega principal (a pesar de que luego algunas de esas ideas sí diesen forma a su juego).
Pero la negativa no llevó hacia un callejón sin salida, sino hacia otro camino: aunque Takahashi participó en las primeras fases del desarrollo de Final Fantasy VII (donde manifestó su decepción por elegir fondos prerrenderizados en vez de escenarios 3D en los que usar la cámara de forma dinámica), Sakaguchi le acabó permitiendo encabezar un equipo propio, con algunos responsables de Chrono Trigger (el guionista Masato Kato, el diseñador gráfico Yasuyuki Honne y el compositor Yasunori Mitsuda), aunque principalmente sangre nueva. Empleados recién incorporados a la compañía, lo que añadiría complicaciones extra a su intención de hacer un JRPG tridimensional.
La posibilidad de readaptarlo como una secuela de Chrono Trigger, curiosamente, también estuvo sobre la mesa, aunque las pretensiones más oscuras de la historia de Takahashi y Soraya volvieron a evitar ese destino y el proyecto se bautizó temporalmente como “Project Noah”. Una referencia bíblica integral para los eventos del juego que los jugadores descubrirían decenas de horas después de empezar. Porque una vez se convirtió en una licencia inédita, la imaginación corrió salvaje y se entró en la espiral de constante ampliación que hizo de Xenogears un juego tan fascinante y a la vez casi imposible de completar con un nivel de calidad homogéneo.
Fan confeso de Star Wars (no todas las influencias iban a ser del perfil de Nietzsche, Carl Jung o Arthur C. Clarke), Takahashi no solo dio su propio giro a tópicos como Darth Vader, el abandono del hogar tras una tragedia o la compañía de un mentor que oculta más de lo que revela; también a la narración in media res que empezaba por el quinto capítulo de una historia mucho más grande que la contada por George Lucas incluso desde que sumó seis películas (las precuelas se estrenaron después de Xenogears), o desde que Disney tiró del hilo para aumentar hasta nueve.
Dado el interés de la pareja por explorar temas como jerarquías de poder, racismo, religión, reencarnación o evolución, la historia y la mitología creció hasta abarcar miles de años, partiendo la elaborada línea temporal en varias etapas que Takahashi esperaba retomar más adelante; no solo en otros JRPG, también dando cabida a otros géneros o medios. Fue una pretensión que nunca se materializó más allá del libro Perfect Works (con bocetos, comentarios de los desarrolladores y detalles argumentales no tratados en el juego), pero dotó a Xenogears de un trasfondo tan denso que el rejugado se volvió casi obligado para encajar todas las piezas.
El teórico capítulo cuatro, ambientado 500 años antes del inicio del juego, era tan esencial para entender los eventos de este que los flashbacks se volvían más frecuentes a medida que encarábamos la recta final, convirtiendo a Xenogears en su propia precuela antes de alcanzar los créditos. Es, de nuevo, parte de lo que hizo de él una obra única (incluso saliendo a rebufo de un Final Fantasy VII con flashbacks tan importantes que servirían como base para un spin-off), la escala narrativa de Xenogears difícilmente tiene comparación con cualquier otro juego previo o posterior de Square; pero también fue lo que resultó en el ahora infame segundo disco.
Los dos años que destinaban a proyectos intermedios, más modestos que Final Fantasy, demostraron ser insuficientes, y al acercarse el límite Sakaguchi propuso terminar el juego tras la incursión en Solaris, nación entre las nubes que servía como clímax a casi cuarenta horas de aventuras. Sin embargo, Takahashi todavía tenía mucho más que contar. Tantos eventos y revelaciones que parar ahí y esperar a una hipotética secuela —que podía hacerse o no— no era suficiente. Lo que venía después de Solaris era vital para contextualizar y entender lo que había venido antes, así que optó por condensar la mayor parte de la historia restante en clave de novela visual.
Exprimiendo cada uno de los 32-bits
La tragedia del segundo disco no solo fue lo que implicó en términos de omisiones jugables, o la ausencia de espacio adecuado para asimilar la nueva información, entender el peso real de algunos eventos y giros antes de que el guion corriese hacia el siguiente punto argumental clave sin dejar el tiempo necesario para que el previo crease poso. También fue suceder al estándar tan alto establecido por el primer disco, donde Takahashi y su equipo, a pesar de tener menos medios y experiencia con el desarrollo 3D, sacaron petróleo de las circunstancias creando decenas de localidades y secuencias con una puesta en escena a la vanguardia de PlayStation.
Más allá de los Gears (mechas) y otras criaturas de gran tamaño, los personajes tuvieron que mantenerse como sprites, concesión que tampoco gustaba a Takahashi, pero sirvió para sacar más partido a los elementos sí tridimensionales y aprovechar la experiencia adquirida con Final Fantasy VII y Chrono Trigger: aunque podían dotar al juego de un aspecto todavía muy reminiscente de la generación 16-bits, también lo hacían de un mayor nivel de detalle en rasgos, indumentarias y animaciones que los que el estudio “principal” había conseguido un año antes con el enfoque contrario (modelos poligonales sobre imágenes prerrenderizadas) en Final Fantasy VII.
Por supuesto, los cambios de perspectiva venían acompañados por un cambio de sprite acorde al nuevo ángulo, perceptible incluso en los tiempos de las teles de tubo contemporáneas; pero además de por esa expresividad extra, fue un precio barato a pagar para conseguir una cámara como la que Takahashi quería. Capaz no solo de permitir que el jugador rotase para tener una visión completa del mundo —aunque no siempre fuese el sistema más práctico para seguir la acción, todo hay que decirlo—, también de dar rienda suelta a sus aspiraciones más cinematográficas.
Meses antes de que Metal Gear Solid diese un nuevo paso adelante y estandarizase secuencias casi como las actuales, Xenogears abrió el manual del buen cineasta para usar de forma extensiva diferentes técnicas de cámara como seguimiento de objetivos, planos inclinados, travellings o zooms, además de desplegar una minuciosidad en el bloqueo y la edición que tardaría en llegar a Final Fantasy. No solo con fines utilitarios, para centrar la atención del jugador en la parte más importante de una escena o comunicar la escala de un lugar o una batalla; también con vistas a transmitir sensaciones más abstractas como los miedos y dudas de los personajes.
Durante el grueso del juego sí “terminado”, este planteamiento híbrido también hacía un gran trabajo dando vida a aldeas bulliciosas, mapamundis dentro de mapamundis o mazmorras con diseño laberíntico y hasta plataformeo a modo de aderezo y ocasionales picos de dificultad (la torre de Babel seguro que se ganó algunos enemigos). El desarrollo del primer disco era tan largo como variado, capaz de combinar tópicos del género con ideas propias: participar en un torneo de lucha libre para crear una distracción mientras otro personaje se infiltraba en la zona, asaltar un convoy militar, investigar asesinatos en unas alcantarillas, escapar de una prisión...
A pesar de sus pretensiones narrativas, Xenogears no descuidaba la faceta de juego, ahora añeja como la de cualquier otro JRPG 32-bits (incluidos aquellos a los que Square dedicó más recursos), pero todavía eficiente tras una rápida aclimatación. Es algo a lo que contribuye su ágil sistema de combate, dependiente de los turnos predominantes entonces, pero construido sobre un original sistema de combos que permitía aprender técnicas cada vez más avanzadas a base de encadenar comandos ejecutados con Triángulo, Cuadrado y Equis (equivalentes a diferentes ataques y con diferentes requisitos para gastar los puntos de una barra que crecía a lo largo del juego).
Cuanto más poder de ataque, más puntos requeridos (tres en los comandos de Equis, dos en los de Cuadrado, solo uno en los de Triángulo), aunque también menor precisión; pero la clave no estaba tanto ahí como en el entrenamiento y aprendizaje de deathblows, técnicas que solo aparecían después de acumular experiencia repitiendo combinaciones concretas. Así, al principio usar Triángulo, Triángulo y Equis (por ejemplo) no hacía daño extra más allá del individual de cada ataque; pero una vez aprendida la técnica correspondiente, Senretsu, esa misma combinación culminaba en un ataque especial mucho más poderoso que cualquiera de los anteriores.
Sencillo como puede sonar, ya que era fácil repetir los mejores combos hasta que el crecimiento del medidor nos empujaba a entrenar otros, había que sumar que cada personaje tenía su propia lista de deathblows, que algunos añadían características propias como el uso de munición para armas de fuego, y que los puntos no usados se podían acumular para ejecutar varios combos del tirón. Y todo ello apenas representaba la mitad del combate, porque luego también había que subirse a los Gears y considerar otras variables, como nuevos deathblows, mayor variedad de equipamiento o gestión del combustible para usar ataques, curarse y acelerar turnos.
Perfecto en sus imperfecciones
Incluso desde que el exceso de ambición le pasaba factura y el juego descendía al terreno de la novela visual, los jefes y otros combates seguían apareciendo entre medias para evitar que se destruyesen los sólidos cimientos jugables de los primeros dos tercios. Aunque no estaban solos: la intriga y la incertidumbre sobre a dónde nos llevaría la historia dentro de una, dos o cinco horas también mantenía a flote el juego en sus momentos más precipitados. No en vano, completado el arco de Solaris en el que Sakaguchi sugiriera terminar, era casi imposible saber cuál era nuestro antagonista principal, el jefe final de rigor encargado de cerrar todo buen JRPG.
No era algo accidental, fruto de un guion torpe o producto de los recortes y acelerones, sino de la complejidad maquinada por Takahashi y Soraya. Grahf, Ramsus, Miang, Id, Krelian, los ministros Gazel... En Xenogears, los villanos eran protagonistas de sus propias historias, personajes con objetivos, alianzas y enemistades no solo muchas veces al margen de nuestro grupo, también susceptibles de cambiar durante la aventura. Lo que en momentos dados podía llevar a cierta confusión —y más teniendo en cuenta la gran cantidad de nombres y referencias a las que había que seguir la pista—, pero daba lugar a un tapiz rico de personalidades y motivaciones.
Más allá de conspiraciones centenarias, disertaciones sobre religión y psicología, especulaciones sobre genoma y nanomáquinas (sí, antes de Metal Gear Solid) o tantas otras ideas que lanzaba para formar una de las mezclas más eclécticas del género, Xenogears al final del día triunfaba por su fondo humanista. La exploración de la vulnerabilidad de sus personajes, tanto protagonistas como antagonistas. Siempre en busca de algo, aunque a veces no supiesen qué, para llenar un vacío. Calmar remordimientos, buscar un lugar al que pertenecer, superar una pérdida, cumplir —o desafiar— las expectativas, ser una fuerza de cambio para los demás.
Xenogears era una historia sobre la imperfección inherente al ser humano, la racionalización de nuestras limitaciones y los mecanismos utilizados, consciente o inconscientemente, para enfrentarse a ellas. Algo que de forma poco sutil ilustraban las dos estatuas que nos recibían sobre el altar de la catedral de Nisan: aunque este culto religioso también tenía una cruz como símbolo, la escena de dos ángeles con una única ala se usaba para predicar que su dios los había creado incompletos para que se ayudasen entre ellos si querían elevarse hacia una forma de vida superior.
Era una metáfora con diferentes aplicaciones que, en cierto modo —el más retorcido— llevaba hacia la pelea final. Una no destinada a detener a alguien con intención de dominar o destruir el mundo, sino de llevar la humanidad hacia una existencia libre de sufrimiento. El fin efectivo de todo conflicto y corrupción material, de la vida mortal y de todas las incertezas asociadas con ella; aunque también de la individualidad que hacía que el ser humano fuese humano. Una alternativa que Fei y Elly, aceptados y completados mutuamente a lo largo del juego, rechazaban. Si no había lugar para buscar el amor (romántico o no), tampoco recompensa al encontrarlo.
De un modo accidental, pero pertinente, la imperfección de Xenogears hizo que su desenlace fuese más significativo si cabe. Demostró a los fans que perseveraron hasta el final que las carencias del segundo disco (o incluso algunas del primero) no tenían por qué arruinar la experiencia de descubrir una historia compleja, llena de matices y lecturas. Por eso 25 años y varias “secuelas” más tarde, sigue siendo una de las obras cumbre de Square, de los JRPG y de los videojuegos como medio en términos más generales. En 1998, Tetsuya Takahashi y Soraya Saga firmaron juntos algo bello y duradero no por la ausencia de errores, sino por el impacto de sus aciertos.
- RPG
Xenogears, desarrollado y editado por Squaresoft para PlayStation, es un RPG con combates por turnos y ciencia ficción protagonizado por Fei Fong Wong y sus compañeros de viaje que deberán descubrir la verdad detrás de misteriosas entidades, cabalísticos que operan en su mundo.